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No quería estar aquí

I – El hombre

 

Estaba en mi pueblo por Navidades, una excusa perfecta para no convertir esta visita en una pura obligación. No quería estar aquí; tenía construida mi vida, mi casa, mi hogar propio y muy hermético, donde me cerré a recibir y dar el amor que solo tan pocas personas podían llegar a entender.

 

Hui de aquí hace tanto tiempo, todo orgulloso; con la esperanza de cambiar mi vida para siempre. Cambié la dirección, incluso cambié el nombre, para convertirme en un ser distinto; aquel que merece una nueva historia. Veinte últimos años que se limitaban a unas cortas visitas motivadas por comuniones, cumpleaños y bodas, me faltaba el aire solo de estar aquí presente.

 

Nadie era malo conmigo aquí; me esperaban siempre con mucho amor, algo a que no sabía responder, sin saber bien el motivo. Amigos aquí ya no tenía, pensé un rato en ellos, distribuidos por todo el mundo; la mayoría de esas amistades obviamente no sobrevivió la prueba del tiempo y distancia. Sin embargo, nunca salieron de mi corazón, eran mi familia para siempre, los seres más queridos.

 

Pero, el hecho de estar otra vez en este pueblo traía recuerdos; hacía cosas en mi memoria que no entendía, golpeaba el pecho provocando una sensación extraña, la que no me atrevía a analizar demasiado.

 

Un pueblo muerto y olvidado, donde faltaba aire.

 

Eran las 4 de la tarde, hace poco que dejé de fumar por enésima vez, cada vez me duraba menos. Siempre venía de golpe esa sensación tan fuerte; la inmensa necesidad de inhalar la mierda hacia dentro, la necesidad de destruirme.

 

Fumaba desde que tenía catorce años y desde hace poco que dejé de beber alcohol, para no convertirme en mis peores pesadillas.

No se puede dejar todo – pensé y salí de casa. Necesitaba urgente ese cigarro.


 

II – El encuentro

 

Era un niño, parecía tener no más que tres años, delgado, con una camiseta de tirantes, con pequeños cochecitos de colores dibujados en la misma. Llevaba unos calzoncillos blancos colgados entre sus pequeñas piernecitas, estaba descalzo, paré un rato y a la distancia, a unos quince metros, veía como el pequeño rubio daba pasos hacía mí. Me miraba, juraría que, de forma muy insegura, estaba llorando, No como si de sus ojos brotaran un mar de lágrimas, más bien parecía agotado de su propio sufrimiento. Sujetaba algo en sus dos pequeñas manos, pero no podía conseguir ver qué era, parecía una bola blanca.

 

Caminaba por la calzada, mientras yo sentía muchísima ansiedad por lo que le podría pasarle por estar en la calle, revisé si no venían los coches; delante, nada, me giré un segundo mirando hacia atrás, nada. El niño seguía acercándose hacia mí, dudaba si debía moverme. no quería asustarle, pero a la vez sentía una necesidad enorme de tener que hacerlo, de sentir que era mi deber. Me mantuve y no hice ni un gesto, sentía algo raro y la cabeza me daba mil vueltas por hora.

 

Paró, dejó de caminar tras subir de la calzada a la acera, estaba ya a unos cinco metros de mí y yo seguía sin saber qué hacer. Todo el tiempo miraba su cara llorona, con una fuerte sensación de necesidad de abrazarle. Le miraba fijamente y él me miraba a mí; mi cabeza iba a explotar, mil imágenes que no entendía bombardeaban mis ojos y se mezclaban con la vista del niño descalzo.

 

- ¡Mamááá! – un grito mezclado con miles de lágrimas de repente despertó mi conciencia.

 

Esta vez no pude contenerme, sin hacer ningún esfuerzo mis piernas daban unos pasos firmes hacia el niño, me arrodillé sin mínima importancia, sin ningún aviso dado al cerebro para que mi cuerpo lo hiciera. No sabía si quería ganar su confianza o era simplemente por estar a su altura, las imágenes seguían ahí, pero se ralentizaban, no las entendía y no era el tiempo para fijarse en ellas. Ahora le miraba fijamente al niño, a su cara llena de lágrimas y mocos que salían de su nariz, veía que le falta la respiración, sentía agotamiento en su cuerpo y como este se transmitía a mí mismo, yo notaba que me dolía el pecho. Las imágenes seguían desplazándose de forma cada vez más lenta. Muchas, a color, sin parar.

 

Él ya no me miraba; su cabeza estaba firme mirando hacia abajo, a la bola blanca que sujetaba entre sus manos. Ahora vi lo que era: una pelota de fútbol hecha de plástico, totalmente blanca, con finos surcos, que dibujaban varios heptágonos en ella. Las imágenes de repente pararon, ofreciéndome un flash tan fuerte que tuve que cerrar los ojos por un segundo, una mano que parecía de mujer, sujetaba una bola blanca de plástico.

 

- ¿Te gusta el fútbol? – no se me ocurrió otra pregunta que podría llamar su atención sin asustarlo ni alterarlo.

 

Su cabeza subía lentamente hasta que se alcanzaron nuestras miradas, ahora podía ver bien sus ojos. El azul brillante y vidrioso, mezclado con el rojo de sus escleróticas me miraban fijamente, no contestaba, quería hacerle tantas preguntas y no sabía cómo, quería preguntarle por su casa y acercarlo a ella, pero el niño zarco no contestaba, seguía mirándome. De repente y sin ningún

movimiento de otras partes del cuerpo, lanzó su pequeña mano hacia mí, mostrándome su juguete, era un gesto de ofrecérmela que no entendía muy bien; los niños no regalan juguetes, igual que los perros, te los ofrecen por un momento, para después reclamarlos con un mar de lágrimas.

 

Otra imagen; la bola blanca de fútbol con un agujero y unos pequeños caramelos cayéndose por el mismo.

 

- No, gracias – le respondí al gesto – Cómetelo tú. ¿Quieres que te ayude?

 

Seguía sin decir nada, pero su mano seguía estirada hacia mí. Lo entendí, cogí su pelota y sin mucho esfuerzo abrí el hueco que hace poco estaba escondido en su mano, un pequeño caramelo de color rosa cayó en su mano, mientras veía como se lo metía en la boca, pensaba a qué debía saber este pequeño caramelo, mezclado con sus saladas lágrimas que llenaban sus labios.

Otro golpe, otra imagen: el niño en la cama, la mujer tirada del pelo por otra mujer vieja.

 

Respiré profundamente.

 

- Esta es mi casa – de repente escuche la voz del pequeño zarco. La señalaba con el dedo detrás de mí, por lo que tuve que girar la cabeza para verla.

 

Yo conocía perfectamente esta casa. Un viejo edificio unifamiliar, de ladrillo rojo, construido antes de la segunda guerra mundial, con el patio que recuerda las mejores fiestas del pueblo, llenos de bailes, alcohol y peleas provocadas por los malentendidos de gente borracha, casa donde sangraban las paredes y donde el niño se quedaba escondido por debajo de la mesa, llorando y rezando para que no le pase nada malo a nadie, donde la gente se reía de él al verlo llorar.

 

- ¡Escúchame! ¿Me escuchas? - agarré sus brazos con la mayor delicadeza, pero suficiente para que me mirara fijamente.

 

- Sí. - contestó el niño. Sabía que me escuchaba, que me entendía.

 

- No temas a nada. ¿Me entiendes? Llora cuando quieras y ama a todo lo que quieras amar. - sentía que mi voz tenía demasiada fuerza. Que le podía asustar.

 

- No entiendo - dijo el niño lentamente.

 

- Verás – está vez empecé más lento – Hay personas que hacen cosas que no entendemos, hay unas que desaparecen, sin decir nada, otras que vuelven, pero no les sientes. ¿Ves esta pelota?

 

Se la devolví.

 

- Cuídala, porque es tuya, cuídala como tú sabes cuidar a lo que amas. - seguía mirando al pequeño, hablándole con la voz baja y muy despacio – En la vida se tiene que cuidar a lo que se ama, ya comprenderás. Te llegarán cosas que no querrás ni deberías ver, pero nunca pienses que algo es culpa tuya, por ejemplo; un día te darás cuenta, de que te asustan los pájaros.

- Sí que me asustan los pájaros – contesto el niño. Diría que, por un segundo, una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

 

- Pues ya lo sabes, muy bien. Pero llegará un día cuando decidirás ser muy valiente, buscarás a una bandada de pájaros y entrarás entre ellos sin miedo y así se deben hacer las cosas. Una vez me lo dijo alguien y hoy te lo digo a ti, por favor, recuérdalo, cuando temes de algo, cuando algo te hace sentir miedo, hazlo continuamente hasta que el miedo pare, hasta que puedas convivir con ello, te llevará a cosas buenas y malas, pero te convertirá en algo bueno. Hoy no va a ser un buen día, uno de muchos que no serán muy buenos. No tengas miedo de esconderte, ni de pedir que todos estén bien, pero intenta pensar en ti también. Eres valiente y serás muy valiente, aunque dolerá. ¿Lo entiendes?

 

- Sí, entiendo. - dijo sin dejar de mirarme. Sus ojos se secaban y la sonrisa se hacía más visible. - Seré valiente.

 

Sabía que me entendería, sabía que me miraría fijamente. Que absorbería cada palabra y que la guardaría en un lugar seguro. - Ahora quiero ir a mi casa, solo, está aquí cerca, soy valiente, puedo ir solo. Pero tú también tienes que ser valiente. - me dijo el niño sorprendiéndome.

 

- No entiendo – le contesté.

 

- Tienes que dejar que me vaya a casa. Mira, haz ahora esto, como yo lo hago y hazlo hasta que el miedo pare. - lo dijo y cerró los ojos.

 

Cerré yo lo míos, como me pidió mi pequeño amigo, sentía que la presa formada por mis párpados estaba bloqueando las lágrimas, para que estas no cayeran afuera.

 

Esta noche tendrás tu primera lección mi niño. Estarás muchas horas sentado en esta ventana, esperando a tu madre. Llegará, como siempre, poco consiente de tu presencia, habrá gritos, la madre llorando, tu abuela gritándole y pegándole por abandonarte, por llegar borracha. Lo vas a ver, lo vas a escuchar y esconderás tu carita en las manos y te pondrás a llorar como siempre haces. Paciencia, mi niño. Paciencia. - pensé y abrí los ojos.

 


 

III – El niño

 

Tenía 6 años. Se sentaba en la ventana, con una destrozada y sucia bola blanca, agarrada entre las manos, no recordaba cuándo se acabaron los caramelos, no importaba, seguía siendo su juguete favorito. La noche era muy oscura, miraba por la ventana a un gran árbol, a unos trescientos metros de distancia, siempre al mismo, iluminado por las farolas de la calzada. Veía como se movía una rama hacia el suelo y como ésta creaba sombras, provocadas por la luz de la farola.

 

Un temblor en el cuerpo hizo que se le abrieran los ojos, era ella, por fin, entre las sombras caminaba hacia la casa, como en otras ocasiones, haciendo un zigzag por la acera, decidió esperar un poco para asegurarse, de pronto un viento movió la rama más fuerte, las sombras se movieron del sitio.

 

Después de diez segundos dejaron de moverse, no era ella, era el viento como siempre, durante horas que llevaba esperando, solo era el viento. Después siempre llegaba ella. Cuando él ya perdía esperanza y tenía mucho sueño. Nunca se fue a dormir sin esperarla.

 

Miró la pelota en sus manos, una imagen golpeo su cabeza, un hombre zarco, hablando y mirándole fijamente con una bola blanca en las manos.

 

Bajó de la ventana y cerró las cortinas, se acercó a la cama donde dormía su hermano, siempre dormían juntos, mañana lo tendrá que llevar él a la guardería, pasaba algunas veces y se puso a su lado, cerró los ojos, esa noche durmió tranquilo, sin esperar a nadie.

 

Era un niño inteligente, sabía leer con tres años, también supo matemáticas muy pronto, aunque toda su vida seguiría amando letras.

 

Cada año con ganas más profundas de escribir su historia.

 


 

 

IV – El hombre zarco

Abrí los ojos.

 

Pensé en el niño zarco, en las imágenes, en las que golpeaban tan fuerte en mi cabeza que no me atrevería a describírselas. ¿Cómo podía explicar a un niño cada cicatriz de su corazón? No podía dibujárselo. ¿Cómo explicar a un niño de casi tres años, que iba a sufrir tanto, que algunas veces no querría vivir más? Que le dolería tanto que incluso intentaría acabar con todo esto. Que tendría marcas con cada nuevo amor, tanto mentales como físicas, y recuerdos interminables de todos estos años. Pero nunca dejaría de enamorarse. Mi niño zarco. ¿Cómo podía explicarle que un día alguien le va a tocar, aunque no querrá que le toque, y que solo estará esperando que acabe? Que, durante muchos años, cada día le va a faltar el amor y que nunca dejará de pedir por él. Que tendrá que madurar muy rápido y muy pronto. Y que nunca dejará de preocuparse por alguien.

 

Toqué la cicatriz en la cara, el testigo perfecto de uno de los golpes.

Vive mi niño, solo vive, con la esperanza de que un día, encontrarás la paz en tu alma.

Cogí el teléfono, ese gran amigo electrónico que absorbía todas mis mierdas, en el que escribía las olas de palabras cada vez que, como un tsunami, entraban en mi cerebro y no querían salir. Sí que salían de mi cabeza directo a esa pequeña pantalla táctil, quedándose a escondidas, donde nadie podía verlas, donde nadie podía juzgarlas, empecé a teclear y una pequeña lagrima cayó a la pantalla, la sequé con rapidez para que no me distrajera.

 

Acabé.

 

Estuve ahí, tumbado en la cama, mirando a la pantalla con versos escritos al vacío y con la rara sensación entre alivio y cansancio en el cuerpo.

 

Cerré lo ojos con la esperanza de que esta dormiría mejor.

 

Era un niño

con carencias

 

con cara de adulto

y corazón abierto

 

Le he dado mi mano

Me sonrió el niño zarco

 

Desde ahora caminamos

 

juntos

 

 


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3 Comentarios

  • Brutal el sentimiento con el que escribes! Quiero más!!!!!!
  • El realismo mágico 🔑
  • Me llevaste a memórias ocultas dentro de mi, a una infancia olvidada. Me entristece y me gusta.

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