I. El hombre
Huye – repetía mi mente cada segundo. Empezó con menos frecuencia, hace semanas. Desconocía este sentimiento. Una lucha constante, llena de sufrimiento provocado por los últimos días.
Le quería mucho y él se fue. Tuvimos planes del futuro. Futuro que ahora mismo estaba muy borroso. Deseo de organizar una vida mejor, decisiones que habíamos tomado juntos. Todo esto lo he destruido yo, perdiéndome en una sensación de soledad y abandono. Lo intenté. Varias veces, moviéndome por la enorme sensación de dolor y extraño, compraba otro billete para ir a verlo, algunos sin vuelta. Pero yo volvía siempre, huyendo de un cambio de lugar, del futuro desconocido, huyendo incluso de él, porque le veía como un extraño. A veces ni sabía por qué huía. Simplemente compraba el billete de vuelta.
Ahora, tumbado en la cama, escuchando el corazón que latía cada vez más fuerte, más rápido, recordaba cada sonrisa, cada momento, cada “te quiero” intercambiado.
Recientemente decidí acudir a la consulta con una psicóloga, aunque sentía cierta absurdez en el hecho de pagar para que me escuchen, sin darme soluciones. Para esto tenía mis amistades. Nunca tuve problemas en expresarme. De hecho, todos mis problemas son muy visibles a los demás, soy transparente, una carta blanca. Lo que hoy en día llaman ser intenso.
Se llama El síndrome de PAS (Persona Altamente Sensible). Es realmente documentado que personas con este síndrome sienten todo, unas cuantas veces más que otros. Como esponja absorben las emociones, incluso ajenas, identificándose con ellas. Juntándolo con el Apego Desorganizado que sufría actualmente, estaba al borde de una depresión. Quizás la psicóloga finalmente ayudó en algo. Fue ella quien nombro todo lo que me pasaba a través de unas precisas descripciones técnicas. Eso sí, he conocido la definición de mi mismo, pero sin ninguna solución. Era como otra persona a la que tenía que creer, cuando me decía que todo irá bien. Ella quería hablar, profundizar el pasado que, según ella, supuestamente provocó todo esto. Una caja de Pandora que ya se empezó a abrir hace meses y a la que yo tapaba desde entonces con todas mis fuerzas. Ella quería abrirla, tan convencida que podría con todo, que podría ayudarme. Pero no me convencía a mí. En cada una de las visitas veía como sus ojos se llenaban de lágrimas, cuando poco a poco le contaba mis historias. Ella quería conocer el pasado y yo temía de ese pasado. Llegar a la raíz del problema, el Genesis del hombre zarco, tumbado ahora mismo en la cama, pidiendo que su corazón pare de latir. Rezando para que deje de doler.
Miraba el reloj. Hace tres horas que el corazón me palpitaba como loco y mi mente seguía barajando dos opciones: llamar por una ambulancia o quedar en la cama y esperar a que deje de latir por siempre. Dormir. No despertarse. De momento opté por la segunda.
II. La nueva vida
Los recuerdos de cuando tuvo tres años son muy borrosos. A veces hasta el día de hoy vienen fragmentos. Vídeos cortos o simples imágenes, de los padres gritándose, tirándose las cosas uno hacia el otro. Un recuerdo muy fuerte de cuando andaba por la calle medio desnudo, buscando a su madre, sujetando en sus manos a una pelota blanca llena de chuches.
Llegó el día. Un camión, uno o dos hombres cargando algunos muebles y bolsas con la ropa. La madre subiendo al niño y a su hermano a una pequeña colchoneta ubicada en el techo de la furgoneta, justo detrás del conductor. El padre no estaba. Por lo menos no se acordaba de su presencia en este preciso momento. No recuerda haberse despedido de él.
Nuevo pueblo, nueva casa que parecía una mansión enorme, ubicada en las montañas, con un inmenso campo dorado de trigo e incontables cantidades de ovejas. Nuevo comienzo, como decía la madre. Nueva vida. Sin el padre y con mucha gente desconocida.
En esta enorme casa vivían tres personas. Un matrimonio, los dueños de la casa y el hermano de la mujer. Tenían espacio suficiente para acogerlos. Incluso tenía una habitación separada para él y su hermano y su madre tenía la suya propia.
Pronto la madre explicó a sus hijos que estas personas son sus tíos y que ahora van a vivir con ellos. Aceptaron sin ninguna queja. Al niño le gustaba el paisaje, el olor a trigo, a las ovejas, las montañas que pudo ver de cerca y los enormes espacios por conocer.
La mansión estaba construida por varios edificios, muchos de ellos construidos de madera. En uno de ellos solo se guardaba el trigo recortado en el campo. Mientras crecía, sus tíos le llevaban al campo para recoger el trigo seco que se convertía en paja, lo cortaban con unos enormes coches que solo podían conducir las personas mayores. A veces le dejaba subir al tractor, le ponía encima de sus piernas y dejaba tocar el volante, mientras paseaban por el campo, cortando el enorme campo del trigo. En aquel entonces, por primera vez conoció la palabra “alergia”. Los ojos se le ponían muy rojos y no paraba de estornudar. Tuvo que dejar de recolectar la paja, pero había muchas cosas más por hacer. Las ovejas. Le parecían muy aburridas mientras estaban en el campo y comían el césped. No jugaban y poco se hablaban entre ellas, pero le gustaba mirarlas. De lo que disfrutaba, era el momento de su salida y vuelta. Le gustaba despertarse muy pronto, cuando el galló empezaba a cantar su canción el niño ya estaba listo para salir. Así le explicó su tío un día: “Cuando el gallo canta, todo el mundo se levanta”. No todo el mundo se levantaba. Los mayores a veces bailaban mucho en la noche anterior y seguían durmiendo. Pero el tío y unos hombres que venían para ayudar ya estaban siempre ahí. Y él también estaba listo. Se abría la puerta de este enorme establo y los hombres salían a los lados de la manada. Cuando ya estaban fuera, el trabajo del chico era entrar y asegurarse de que todos los boxes están vacíos, salvo los que estaban dedicados a las ovejas enfermitas o las que tuvieron bebés. Posteriormente, seguían con todos los animales al campo. Les ayudaba un perrito, que a veces, se ponía en camino de una que se desviaba del camino y esta le hacía caso, volviendo a su grupo. El niño hacía lo mismo. Y los hombres también. Según el niño, en este momento las ovejas eran muy graciosas. Algunas eran traviesas y otras parecían cansadas o aburridas. Unas corrían y otras andaban lentamente y se tenía que empujarlas y usar unas palabras especiales que, según sus tíos, ellas entendían. Y era cierto. Siempre hacían caso.
Una vez al año, se celebraba también un ritual muy largo y venían muchas personas para ayudar en ello. A muchas ovejas grandes, se les cortaba todo el pelo y se quedaban muy delgadas. Esto no les gustaba a los animales y se quejaban mucho. Al niño nunca le dejaron hacerlo, pero sí pudo mirar. Le parecían muy graciosas las ovejas que recién salían de su peluquero, con su cuerpo que disminuía la mitad. Sin embargo, esta época, anunciaba algo. Se acercaba el verano.
En muchas ocasiones, venía un doctor especial. Eso era muy curioso y había que despertar al día siguiente. Cuando se levantaba, le preguntaba a su tío. En algunas ocasiones no pasaba nada, pero a veces una oveja desaparecía o, en otras ocasiones, aparecía una nueva. Un bebé. Cuando crecía un poco y ya se le separaba de su mamá, al niño le dejaban darle leche y cuidarlo. En algunas ocasiones se tenía que ocupar de varias. Un día le dejaron ver por qué desaparecía la oveja y cómo aparecía la otra, pero no le gustó nada. Se gritaba mucho, entre todos y chillaban las ovejas. Desde entonces siempre cuando veía al coche del doctor, acercándose a la mansión, se quedaba en casa y al día siguiente lo consultaba con su tío.
También había cabras, de las que pronto aprendió a sacar la leche. Las vacas también, pero eran grandes y se quejaban. Estas le daban miedo. De lo que más disfrutaba era el gallinero. Una casa de madera, no tan grande, pero suficiente para que el niño pudiera meterse en ella y pasar horas esperando a un huevo. Los adultos decían que, si tomas el huevo crudo, vas a tener una voz bonita y podrás cantar y el niño les hacía caso. Sacaba el huevo del gallinero y salía. Hacía un pequeño agujero y chupaba fuerte todo el contenido directamente en su interior. En ocasiones, de los huevos salían pequeños bebés. Estaban todos juntos, en unas cestas con muchísima luz y calor. Le parecían preciosos. Cuando crecían un poco, ya le aparecían pelos y los podía coger en sus manos.
También había muchos patos, pero estos no le gustaban. Y ya no había más animales en la granja.
Un día, hubo mucho fuego en la montaña de atrás. Era de día y hacía mucho viento. Cuando llegó la noche, todos tuvieron que despertarse. El niño tuvo que quedarse con su hermano, fuera de la casa. Vinieron muchos coches, los bomberos, los vecinos y otra gente desconocida. Todos corrían, sacaban animales, echaban mucha agua. Esa noche se quemó el enorme edificio con la paja, pero el resto se quedó intacto y no murió ningún animal, tal y como le anunciaron al día siguiente. Decían que les salvó la lluvia que cayó de repente y le explicaron al niño que esto fue cosa de un señor del cielo. A cambió de este salvamento, el señor, se llevó a una vecina, cuya casa quedaba un poco más a lo alto hacía la montaña. Vivía sola y se quejaba mucho siempre. La casa desapareció totalmente. Solo quedaron trozos negros de madera quemada. Dijeron que el Señor es muy justo y consecuente.
Vivieron tres años en esta casa. Aparte de días con muchos animales, por las noches se celebraban las fiestas. Mucho baile muchas bebidas y a veces gritaban bastante. Con el tiempo las discusiones aumentaban su frecuencia y un día el tío vino a la habitación de la madre mientras veían la tele. Se puso de rodillas y pedía a la madre que no se vaya. En unos días, el niño tuvo que recoger todos sus juguetes y despedirse de los animales. Se mudaron a un piso pequeño en el mismo pueblo, los tres juntos. Nunca se supo el motivo. Nuevo comienzo, nueva vida, como le decía la madre.
III. La Primera Comunión
Tenía nueve años. Vivía con su madre y su hermano. Hacía ya seis años que la madre decidió llevarlos lejos del padre. Le gustaba la Iglesia. Sentía una conexión extraña con el Hombre Invisible que le estaban describiendo. Esperaba a esta energía que tenía que traerle la primera vez que pudiera confesarse. Limpiarse de todos los delitos y pecados que había cometido y de los que se sentía culpable. Estaba muy estresado. Confesó dócilmente al cura que cuando tenía cuatro años, robó junto con su hermano un cigarrillo a su madre y se fueron al campo a probarlo. Contó como la madre los encontró, los llevó de vuelta a casa, puso en la mesa un paquete entero y les obligó a los dos a fumarlos todos. Estaba muy avergonzado mientras lo contaba, se arrepentía sinceramente de haber robado a su madre y de haber probado lo que es prohibido. Después confesó al sacerdote que muchas veces estaba enfadado con su madre. Pedía perdón por estar triste, cuando a veces ella no venía toda la noche y cuando estaba enojado, porque tenía que llevar a su hermano a la guardería, porque ella no se despertaba. También pidió perdón por haber aprendido y dicho en voz alta alguna palabra prohibida y por no acudir a la iglesia cada domingo. Anunció su arrepentimiento por los pecados cometidos, prometió mejorar en todo esto y no repetirlo más.
Su padre llegó el mismo día, el sábado, un día antes de la Comunión. Fue la primera vez que estuvo en esta casa. Trajo muchos regalos, frutos, juguetes. La cantidad de gominolas y chocolates que de repente apareció en su casa fue tan enorme, que lo tuvieron que compartir con algunos vecinos. También vino con una cámara muy bonita. Se llamaba Polaroid y hacía fotos al instante. De parte de sus padres, los abuelos que poco conocía, el niño recibió una bicicleta muy bonita. Su propia bicicleta nueva. Por la tarde se fue con su padre a probarla. Se sentía muy emocionado cuando le hacía fotos en su nueva bicicleta y estas, las pudo ver al instante.
Mamá decía que él decidió pagar su Comunión, que ella no se tenía que preocupar por nada. Pagó por la comida, el traje y unas cuantas cosas más que el niño no entendía muy bien cuando se las enumeraba.
- Pagó todo – decía orgullosa a su mejor amiga, cuando unos días antes de la comunión se fueron a su casa.
Le agradaba mucho esta señora. Ella no bebía, pero se entendían muy bien. Le gustaba ver a su madre tranquila y feliz cuando estaban juntas. Pero aquí no iban mucho. Últimamente más se juntaban los vecinos de la misma finca. Sobre todo, con la gente del piso de abajo. La finca solo tenía dos plantas y ellos vivían en la planta baja. Una señora, con su madre y su hija. La niña era más pequeña. Tenía cuatro, quizás cinco años. El niño jugaba con ella cuando su madre y su nueva amiga estaban empezando su ritual de bebidas y bailes. La niña no tenía padre. Su padre murió, le explicó su madre. En este momento el niño no veía mucha diferencia, no se puso triste ni sentía como si tuviera lamentarlo mucho. El padre no estaba, igual como el suyo.
No obstante, la cosa empezó a cambiar desde hace poco. Durante los seis últimos años, a veces iban a visitar a su antigua casa. Visitaban a sus abuelos y a su prima favorita. Era como un festival poder juntarse con ellos, aunque siempre tenía una sensación extraña en este pueblo.
También veía a su padre en estas ocasiones. La casa era grande. Tenía cuatro pisos separados. En uno de ellos arriba, vivía su abuela, la dueña de la casa. Al lado, también arriba, vivía su abuelo. Ya no estaban juntos. Se gritaban mucho porque el abuelo se ponía a beber y la abuela le pegaba. Abajo vivía su tía, la hermana de su madre, que se parecía mucho a la abuela, con su marido y con su prima, con la que jugaba en el jardín.
Y había un piso más abajo. El de su padre, la casa antigua del niño, de su hermano y de su madre. El padre se quedó ahí desde que se fueron. Solo.
Durante estas escapadas al pueblo, el niño observaba como sus padres poco a poco dejaron de gritarse y empezaron a hablar. A veces cuando él jugaba con su prima, la madre iba sola a su casa y se quedaba con el padre un buen rato. También, la última vez que estuvieron ahí, ya no durmieron arriba, en la casa de abuelo. Ya se quedaron abajo en su antigua casa. Y la madre ha dormido con su padre y él con su hermano. Le gustaba esto, aunque se sentía extraño. No era como el padre presente, que jugaba con los niños, tal y como le contaban sus colegas en la escuela. No estuvo esta vez, cuando se cayó en la bicicleta y lloró mucho y había sangre. Tampoco estuvo cuando lloraba el primer día en la escuela, pero a la vez repetía a si mismo que tiene que ser valiente. Observaba a su madre que le miraba desde la puerta de la clase, cuando se sentó por primera vez en su sitio y quería llorar. Pero no lo hizo. Quería ser valiente. El padre no estuvo presente.
Ahora la cosa cambió. El padre vino a su comunión. Trajo regalos, pagó todo, como decía su madre. Le hacía las fotos y se las enseñaba contento. Más tarde se sentaron con él y con su hermano y les explicaron que se acercaban unos cambios.
- Nos quedaremos aquí hasta que acabes el curso. – dijo la madre
- ¿Y después? – el niño preguntó sorprendido.
- Cuando acabe el verano, volveremos al pueblo. – le explicaba tranquilamente – Empezarás en la nueva escuela y vamos a vivir juntos en nuestra casa antigua.
Se sentía triste. Tenía aquí a sus amigos. Era muy buen estudiante y le gustaban mucho sus profesoras. Pero también se alegraba por ellos. Aunque ellos no sonreían mucho. No se tomaban de la mano cuando lo contaban, ni los veía abrazados ni dándose los besos de estos que se daban las personas mayores cuando se querían y se juntaban.
- ¿Puedo salir?, a jugar un poco más – era la última pregunta que se le ocurrió. Su hermano no decía nada. Él nunca preguntaba. Era muy pequeño y llorón. Y muy travieso.
- Si puedes – dijo el padre. – Pero hoy vamos a dormir pronto, que mañana es el gran día. Nosotros bajaremos a la casa de la vecina a pasar un rato. Ahora ve a jugar.
Al día siguiente llegó la familia de su antiguo pueblo al que iba a volver pronto. Fueron como diez personas que vinieron especialmente a verlo en este día. Se sentía raro de tenerlos en este pueblo. En su casa, donde estaba solo su madre, su hermano y él y ahora, en un día, estaba toda su familia aquí. Fueron a la iglesia casi todos juntos. Solo quedaron dos tías en casa, para preparar toda la comida cuando vuelvan. El niño se sentía muy estresado. Como uno de los mejores estudiantes de la primaria, tuvo que recitar un fragmento del texto que le dieron como un agradecimiento al sacerdote por este sacramento y a los padres por haberlos traído al mundo, haberlos educado y cuidado. Una promesa más de ser el mejor niño posible y se acababa el texto. Sintió que lo hizo bien, aunque le temblaban las piernas. Cuando por primera vez este día, recibió el cuerpo de Cristo, sintió mucho. Sintió todo, tal y como le explicaba el sacerdote durante las últimas semanas.
Después de la celebración, gracias a la cámara mágica de su padre, hicieron un par de fotos delante de la iglesia. Se quedaron un buen rato mirándolas todas cuando salían. Se tenía que soplar un poco y esperar un instante. De repente, poco a poco, aparecía una imagen. Ahí estaban, toda su familia. Volvieron a casa.
- Hola – le saludo la vecina de abajo cuando se acercaron al portal. Estaba colgando la ropa en unas cuerdas largas, estiradas en el jardín desde un arón hacía el otro. - ¿Cómo te fue en la comunión?
- Muy bien. Tenemos muchas fotos – contestó el niño zarco. – Y leí el texto. No me confundí, lo dije todo bien.
- ¿Subirás ahora? – de repente preguntó la madre a su amiga. – Nosotros vamos a subir. Ahora viene Cristina con sus hijas, la esperaremos para comer todos juntos.
- Ven, Marga – dijo el padre.
- Vale, en un rato subo. Me voy a cambiar y voy. - aceptó la amiga.
En la casa estaba todo preparado. La mesa que le sonaba a estas fiestas Navideñas u otras, en las que la madre bailaba con sus amigos. Mucha carne, embutidos, verduras, ensaladillas. Esta vez había dos velas blancas que encendieron, acompañadas por las botellas de vodka.
Lo pasaron genial. Hicieron muchas fotos. El niño zarco se empezaba a acostumbrar a tener la familia unida y por unos instantes, imaginó la nueva vida en su antigua casa. Con todos ellos, juntos. Vino también la mejor amiga de su madre, Cristina, con sus dos hijas. Subió también la vecina de abajo, Margarita.
El padre no bebía nada. Se ofreció a llevar al niño por la tarde a la iglesia, ya que por la tarde entregaban el diploma de la Primera Comunión, enmarcado y con la foto. Acordaron que solo iba con su padre. Los demás ya empezaban a bailar, algunos hablaban más fuerte que al principio. Especialmente una de las tías que se quedó para preparar la comida. Era la mujer de su padrino. Ella bebía mucho. La madre decía que tenía sus épocas. A veces no podía tocar el alcohol, porque le metieron en un sitio especial, para curarla. Por eso no podía beber. Estaba curada. Pero cuando bebía, lo hacía mucho y por muchos días. Así siempre lo decía la madre. Durante la comida empezaba a hablar más y más fuerte, también le gustaba cantar, pero tenía una voz de estos pájaros que molestan por la mañana y no dejan dormir.
La vecina Margarita se fue muy pronto para dormir a su hija. La señora Cristina también se ha ido después de comer, llevando a sus dos hijas. El niño salió con su padre de casa sobre las cinco de la tarde. El pueblo era muy pequeño y la iglesia quedaba cerca. Mientras caminaban, le enseñaba a su padre unos lugares por los que pasaban, acompañándolos con las anécdotas que le parecían graciosas o simplemente le venían a la mente. Le hablaba de sus amigos, mientras le enseñaba un río con agua muy fría que venía de las montañas, en el cual se bañaba algunas veces. Se sentía bien, pensando que muy pronto dejará todo esto para estar con toda su familia.
La entrega de los diplomas se celebró especialmente rápido. Varios monaguillos entregaban los certificados enmarcados, listos para ser colgados en la pared. Al final de todo hicieron una foto juntos con el cura, delante de la iglesia, cada uno sujetando su diploma. El padre también hizo una foto con su cámara. El niño pidió a su padre por si pudieran quedarse unos minutos ya que todos querían hablar de los regalos que recibieron. El padre cedió e informó de que le iba a esperar fuera. El niño se alejó con un grupo pequeño de sus amigos y empezaron a recontar todos los regalos recibidos, uno por uno y cada uno de ellos. No pudo venir a la iglesia en su nueva bicicleta, aunque unos de sus amigos sí que lo hicieron, pero les mostró su nuevo reloj con teclas de calculadora. Podía sumar, restar, multiplicar, dividir y hacer muchas cosas más que no entendía, pero estaba seguro de que lo aprendería pronto.
Pocos minutos después empezó a buscar a su padre. Estaba en el sitio acordado. Justo en la salida a la calle. No estaba solo, pero no veía muy bien quien era. Una mujer con el carro de bebé. No duró mucho en reconocerla, mientras se acercaba hacia ellos. Era Marga, la vecina, amiga de su madre.
IV. El Padre
Era un hombre bajito, con bigote de los ochenta, cara redonda y ojos oscuros. No se parecía nada al niño zarco, quien en unos años preguntará a su madre si este es su padre verdadero.
Mientras volvían de la iglesia, el niño miraba su diploma. Estaba orgulloso de cumplir su deber y de estar más cerca del Padre en el cielo. Dieron un paseo demasiado largo, hasta llegar a casa, pero no quería molestar a su padre. No se sentía cansado y disfrutaba de su presencia, aunque no hablaban mucho. Él solo hablaba con ella y ella sonreía mucho, como una persona tonta. Cuando por fin se acercaban a casa, el padre pidió a su hijo a que subiera solo quedándose con ella y su hija abajo. El resto de la tarde pasaron tranquilos, disfrutando de la presencia de la familia. Estaban todos juntos y el niño empezaba a sentir comodidad y curiosidad de esta entre toda la familia que le esperaba pronto. Todos se fueron de noche. Les quedaba un camino largo hacia el otro pueblo. El padre se quedó tal y como estaba planeado. Se tenía que quedar unos días para organizar bien la mudanza y el viaje de vuelta. Pero está noche no hablaron. Mientras el niño estaba disimulando su sueño, ellos discutían mucho y se escuchaba varios golpes en la cara. El padre desapareció la misma noche. Sin decir nada.
En las próximas semanas el niño zarco intentaba con todas sus fuerzas recolectar las piezas del puzle. La madre parecía cada vez más enfadada cuando le preguntaba por el padre y después la veía llorando mucho. Dejó de preguntar a la madre entonces. Como siempre hacía, mientras estaban en la casa de Cristina, se acercaba jugando con sus muñecas, mientras estas dos estaban hablando. Pero no entendía.
Se hablaba mucho de un beso en las escaleras. La madre lo repetía varias veces y usaba mucho la palabra “sinvergüenza”. Cristina le preguntaba varias veces si estaba segura y ella se lo confirmaba. Hablaban de Marga, de que vino a la iglesia, que no subieron juntos, que la madre discutía con él, con ella, que le pegó, que no quiere, que no esto, que no otro…
También hablaron de una carta, que un día la madre trajo a la casa de Cristina. No la leyeron en voz alta, pero escuchó como la madre decía que es para Marga y se la dejó de leer a su amiga. Después de un silencio le explicaba cómo se la dio el mensajero, cómo la abrió con el vapor y comentaban algunas cosas que decía la carta. Las preguntas que se hacía el niño disminuían en su cantidad y los puzles empezaba a formar un cuadro oscuro e incomprendido.
Su padre y la vecina se enamoraron mucho. Esta palabra la usaban los mayoren cuando se gustaban, se abrazaban, se besaban y hacían estas cosas de mayores en la cama, cuando respiraban muy fuerte. Como sus padres cuando iban a visitarle, antes de la Comunión. La madre los encontró haciéndose besos y abrazos en el rellano y les gritó mucho y por eso la vecina nunca subió después del paseo desde la iglesia. Le pegó al padre varias veces en la cara y él decía que no la quería y que quería a la otra. También decía que lo siente mucho. Se supo que no habría ninguna mudanza ni nueva vida juntos. Que el “sinvergüenza”, según la carta, iba a vivir con ella y su hija y que ellas van a hacer la mudanza. La carta decía que la quería mucho y que pronto estarían juntos, con su nueva vida, nuevo comienzo y su nueva hija.
Mientras el niño juntaba sus piezas en un conjunto entendible de esta historia, la madre parecía cada vez más triste y lloraba con más frecuencia. Un día se puso muy enferma y no salía de la cama.
- Escúchame bien. No tenemos mucho tiempo – dijo de repente Cristina cuando su madre se fue al baño por enésima vez a llorar. – Tu padre no va a volver y tu mamá no está bien. Tienes que escucharme muy bien porque esto es muy importante. Tú madre quiere irse lejos, quiere matarse.
Como si de un golpe se tratase el niño sintió un dolor físico en su pecho. De repente sintió un empujón de aire y otras cosas con mucho peso que subían hacía su pequeña cabeza vaciando sus pulmones. Con dificultad tragó la saliva. Sabía que es matarse y que es suicidarse. Le gustaban mucho las películas de terror y la madre siempre le dejaba verlas por las noches, cuando su hermano se quedaba dormido, porque así podía salir a divertirse. La cara de Cristina era muy sería, parecía asustada y el niño supo que debe escucharla atentamente.
- ¿Qué debo hacer para ayudarle? – fue la única cosa que le vino a la cabeza. Entendía que no tenían mucho tiempo.
Durante los próximos minutos, hasta que escucharon como se abría la puerta del baño, la amiga de su madre le explicó todo al mínimo detalle. Muchas cosas él ya sabía. Las veía en estás películas de suspenso. Anotó todo en su mente. Esconder los cuchillos, todos, hasta los que no cortan nada. Tijeras también, aunque no es muy común. Cuerdas, esto era importante. Mientras hablaban, su mente hacía memoria visual de su casa, intentando localizar punto por punto un objeto con el cual uno podría ahorcarse. Pastillas, estás normalmente no tenían muchas y las que tenían no eran adecuadas, como le decía Cristina. Pero anotó que debe asegurarse. Podrían ser blancas, pequeñitas, pero eso sí, en caso de que fueran importantes, la madre las tendría muchas. Hay que tomar bastante, decía la amiga. Las armas no tenían, una cosa menos. Pero lo más importante era no dejarla sola, nunca. Intentar que duerma, preparar la infusión y abrazarla. Ser bueno, no gritar, no llorar, cuidar del hermano y no quejarse. Mantener la casa limpia, no dejar que hable con la vecina, ni que la vea. Cristina dijo que pasará cada día a verlos, que traerá la comida y que intentará solucionar el tema de la escuela y el trabajo de su madre.
Cuando escucharon la puerta le recalcó que los importantes son los primeros días y volvió a su sitio en la mesa. La madre entró con un aspecto horrible y el niño se acercó para abrazarla.
V. La Madre
- Ya no es tu padre – escuchó el niño por la ventana. Desde la misma pudo ver la a la hija de Marga. – Ahora es mío y pronto voy a verlo.
No entendía. Las cosas estaban sucediendo muy rápido. Se despertó hace poco o quizás no había dormido nada. Al abrir los ojos se aseguró que la madre estaba a su lado tal y como la había dejado y que estaba respirando.
Ayer. Al volver a la casa le pidió explicaciones. Quería saber qué pasó. La madre no decía nada. Parecía estar sin fuerzas y lloraba mucho. Le habló de lo que se supo. Lo que le comentó la señora Cristina.
La madre le pedía perdón una y otra vez. Le sujetaba la mano muy fuerte y decía que es suficientemente maduro para poder soportarlo. Decía que pronto no estará con él. Que iba a tener una vida mejor sin ella, que va a vivir con su abuelo, quizás con su padre, pero mejor con el abuelo. Que él va a cuidarlo y a su hermano también. Que sea fuerte y buen hombre y que cuide de su hermano.
El niño no entendía nada de lo que decía la madre. Intentaba escuchar cada frase suya tan mal construida y cada palabra tan caótica y juntarlo en algo sólido que le diera más explicación.
- No me dejes, mamá – suplicaba llorando - Yo ya sé todo. Tú amiga me lo explicó. No te dejaré hacerlo.
Un fuerte impulso le hizo levantarse de la cama. Se acordó de todas las posibilidades que le explicó la señora hace unas horas antes. Corrió hacía la cocina, encendió la luz y abrió los cajones donde guardaban los utensilios y cubiertos. Sacó una bolsa y puso empezó a meter en la misma todos los objetos que podrían parecer suficientemente afilados.
Algo más - pensó de repente y corrió hacia la ventana.
Fuera de la misma, salía un perchero, colgado en la pared, donde la madre colgaba la ropa urgente o toallas, cuando eran pocas y no era necesario colgarlas en las cuerdas del jardín comunitario, como lo solían hacer normalmente. Con unas tijeras que sacó hace poco tiempo de un cajón, cortó las seis cuerdas plastificadas que había. Cayeron hacia abajo sigilosamente.
- ¿Qué estás haciendo? – preguntaba la madre llorando, mientras se acercaba al niño.
- ¡Vete! – le gritó demasiado fuerte. Temía por su nuevo pecado de haber gritado a su madre y a la vez temía despertar a su hermano. – Vete a tu cama. Le despertarás y tendrás que explicarle todo como a mí. Le tendrás que decir que lo quieres abandonar también.
La madre intentó acercarse más. Intentaba coger la bolsa y abrazarlo, pero el niño ya estaba listo. Agarró la bolsa tan fuerte que pudo sentir el filo de algún cuchillo que se le metía en la mano y corrió hacía la puerta principal. El piso era muy pequeño. Unos tres metros y ya estaba abriendo la puerta. Después de unos segundos ya estaba bajando las escaleras y en medio minuto metía los cuchillos por las rejas de la puerta de un pequeño trastero en el sótano. Se quedó unos minutos abajo, inmovilizado por sus pequeñas piernas que no le dejaban levantarse de rodillas. Estaba todo muy oscuro y le picaban las manos. Cuando consiguió ponerse de pie, encendió la luz por un momento para asegurarse de que no esté sangrando. Estaba bien. De repente se acordó de otras cosas de la lista.
Volvió a casa subiendo rápido por las escaleras. Abrió la puerta y a oscuras se dirigió directamente a la cama de su madre. Estuvo ahí, llorando. La abrazó y se echo al lado suyo sin decir nada. Estuvieron así por un tiempo. El tiempo que parecía ser eterno. Se estaba incomodando y sentía mucho sueño, pero ella seguía despierta. No podía dormir. No, aún no. Decidió acomodar su almohada. Subirla un poquito, para no dormir todavía. Necesitaba moverse. Levantándola sintió algo. Un trozo de plástico duro y fino. Otro elemento de la lista.
- Déjamelo – dijo la madre girándose hacia él.
Pastillas. No veía cuántas y cómo eran, pero sabía que eran pastillas.
“Unas cuantas son suficientes para dormir y no despertarse nunca” – repitió rápido las palabras de Cristina en su mente.
Con rapidez agarró las pastillas fuertes en su mano y se levantó de la cama. Cuidosamente echó todas, una por una, en un cubo donde orinaba por las noches cuando se despertaba, porque la casa no tenía el baño. El baño estaba fuera, en entresuelo, uno para toda la planta. Al volver a la cama, le obligó a su madre a levantar la cabeza, revisó por debajo de su almohada y le dijo que le enseñará sus manos.
Esta noche no ha dormido con su hermano como lo hacía normalmente o cuando la madre a veces no volvía y él la esperaba en la ventana y cuando por fin veía que se acerca, corría rápido a la cama, para disimular que está durmiendo, junto con su hermano. Esta noche durmió con ella. Consiguió dormir. Poco. Estaba cansado, pero a la vez muy consciente de la conversación de ayer con Cristina. Palabras que marcaron a la vez despertando la fuerza.
- ¿Quién grita? – preguntó la madre despertándose de la cama.
Tenía un aspecto horrible, pero respiraba, se levantaba y no estaba como en estos días a los que llamaba la resaca, cuando se movía lentamente y respiraba muy fuerte y bebía mucha agua.
- Es Paula, mamá – contestó el niño con ojos llenos de lágrimas que no podía parar.
- Ya no es tu padre, es mío – se escucho una vez más desde fuera.
En unos minutos la madre ya estaba corriendo hacia abajo por las escaleras y su hijo asustado tras ella. Su hermano seguía durmiendo. Al salir de la casa gritó mucho a la niña y esta se puso a llorar muy fuerte. Volvieron todos corriendo hacia dentro. La niña llorando, la madre gritando y el niño asustado. Cuando se acercaban, la puerta de la casa de la vecina se empezaba a abrir y aparecía Marga preocupada por los gritos de su hija. Con un fuerte golpe la madre empujó la puerta. Entró y cerró la puerta, dejando al niño en rellano. Gritaban mucho y se escuchaba romper cristales. El corazón del niño zarco palpitaba cada vez más fuerte. Temía por lo que estaba pasando. Intentaba entender lo que decían, pero usaban palabras muy nuevas que no comprendía. Aprendió una de ellas y que su madre gritaba todo el tiempo: “hija bastarda”.
Tras unos instantes la madre salió del piso. Estaba muy roja y con ojos muy hinchados. Lloraba mucho. Empezó a subir por las escaleras y el niño la siguió sin decir nada. Al entrar se sentó en el borde de la cama, pero él no se atrevió hacer lo mismo. Se mantuvo de pie un buen rato sin hacer nada. Solo la miraba. Después se acercó a la cama de su hermano. Seguía durmiendo. Sentía como la envidia y enfado entraba en su cuerpo, pero a la vez agradecía que no se despertaba. Seguro que lloraría mucho. Siempre lloraba.
Su madre ya no. No decía nada. Volvió hacia ella, que seguía sentada en la cama, con la cabeza inclinada hacia abajo, sujetada entre sus manos como si le pesara mucho. Sus codos se apoyaban entre sus rodillas y sus piernas temblaban.
- Trae mi bolso – le dijo de repente con una voz que le parecía demasiado tranquila.
Hizo lo que pedía. Ella le pidió sentarse a su lado.
- Toma. – sacó los billetes de su cartera. – Vas a hacer lo siguiente y necesito que me escuches y que lo hagas. Coge este dinero y este número.
- No entiendo – dijo con la voz asustada cuando la madre le entregaba los billetes y un trozo de papel.
- Escucha. – protestó tranquilamente – Este es el número de tu abuelo. Irás a la oficina de correos, donde siempre le llamamos. Pedirás a la señora a que llame a este número. Ella te ayudará, te conoce. Le pagarás con este dinero. Cuando hablarás con él, le dirás que tiene que venir a buscaros. ¿Me entiendes?
- No – contestó con voz alta y sintió como sus ojos se llenaban de lágrimas - ¿Y dónde vas a estar tú?
Pero no contestó, se levantó de la cama muy rápido y corrió hacia la puerta. En unos segundos estaba bajando la escalera y el niño corriendo tras ella. Era muy rápida y le costaba alcanzarla. Corrieron por el pequeño puente detrás de la casa, que cruzaba el río donde el joven se bañaba en verano. Tras el puente no había nada. Un camino de tierra hecho por la gente, entre varios árboles daba entrada a un bosque infinito, al cual solían venir a recolectar setas en otoño. Corría mucho y lo más rápido que podía. Lloraba y gritaba de cansancio, enfado y desentendimiento, observando como la silueta de la madre se hace más y más pequeña y borrosa. Le dolían las piernas mucho y se cayó unas cuantas veces. Después de unos instantes, ya no podía levantarse. Las piernas ardían y las rodillas le quemaban. Se quedó sentado en la tierra y se echó la cabeza entre sus rodillas dobladas.
- Mamáaaaaaaaaa – gritaba constantemente con la voz llena de desesperación. Los ojos no paraban de llorar y sus rodillas empezaban a arder cada vez más fuerte.
Salía sangre de los golpes que se había dado, pero esto no le importaba. Consiguió ponerse de pie y con sus manos sucias de la tierra, se quitó las lágrimas de los ojos para poder ver mejor. Pero ella no estaba.
– No voy a hacerlo. – gritó más fuerte - No voy a llamar al abuelo ni a nadie y me voy a quedar aquí. ¿Me escuchas? Me voy a quedar aquí. Y mi hermano se va a despertar. Y nadie va a estar. ¡Mamá! ¡No me dejes!
Se sintió muy cansado y desesperado. Permaneció sentado en el tronco de un árbol recortado por un tiempo incontable, hasta que apareció ella. Escuchó un ruido de las ramas cordadas suavemente por los pasos de alguien, pero no se atrevió a levantar la cabeza. Temía y tenía vergüenza. La reconoció por su abrazo y su olor. Cuando se puso de rodillas y acercando su pecho y rodeando su cabeza con sus brazos, supo que era ella.
Cuando volvieron a casa el hermano seguía durmiendo y el niño sintió mucha envidia por esto.
La próxima semana ya fue tranquila. La madre lloraba a veces, parecía no tener mucha fuerza y no iba a trabajar. Pero iban mucho a la casa de Cristina y podía jugar con sus hijas y su hermano. Cuando la madre se iba al baño, la amiga siempre pedía al niño un resumen de la situación y le daba muchas indicaciones para los días siguientes. En ocasiones se quedaban solas y hablaban mucho. A veces la madre gritaba, pero sobre todo lloraba y esto preocupaba al niño. Durante los últimos días, tras varias promesas, a casa volvieron los cuchillos y se pusieron las nuevas cuerdas en el perchero. Pero ella no paraba de llorar.
Sentía mucho amor por ella. Veía como luchaba por mantener sola a dos niños pequeños. Todos estos años, en los que ella, tras perder su trabajo por su depresión, tuvieron que volver a su antiguo pueblo, donde nació. El padre ya había vendido el piso al que tenían que volver juntos. Se mudó al otro, más grande, junto con la nueva mujer y su hija. En el mismo pueblo.
Empezaron la nueva vida, de vuelta al pueblo de infancia, viviendo con su madre, su hermano y su abuelo. Al final acabaron con la familia. Tal y como hace unos meses anunciaba la madre, sentada junto con el padre al niño que acababa de confesarse de sus pecados cometidos y prometía no repetirlos.
Nuevo comienzo, nueva vida, como le decía la madre.
Pero el padre ya no estaba ahí. Tenía su nueva vida. A veces lo veía, pero en estos momentos siempre se acordaba de estos días tan oscuros y no podía ni mirarlo.
VI. El niño
Le importaba su madre, aunque pocas veces podía disfrutar de su presencia. Ella. El alma de las fiestas, rodeada de amigos que eran como ella.
El ritual era siempre igual, independientemente si se celebraba en la casa del niño o si la madre los llevaba a los dos a casa de unos amigos. Mesa llena de aperitivos. Siempre había una mesa llena de aperitivos, como si tratase de una cena Navideña. Tomates y pepinillos en vinagre, huevos duros decorados con mayonesa, ensaladilla rusa, salchichas, embutidos. Una mesa que despertaría envidia de muchas personas que no tenían nada que comer. Nunca hubo velas en esta mesa. En el centro, el candelabro estaba formado por botellas de vodka. Estas ya daban igual si eran coloridas, si tenían etiquetas y si eran de buena marca. Suficientemente estaba decorada ya la mesa con la comida. El vodka daba igual, solo tenía que ser fuerte.
Al final del mes, cuando ya había menos dinero, la mesa se decoraba menos. Tomates y pepinillos en vinagre, unas lonchas de embutidos. Pero las botellas del vodka no faltaban nunca. Estas ya no tenían etiqueta. Se trataba una bebida llamada Spirytus Rektyfikowany, elaborada en Polonia, el vodka más fuerte y la bebida alcohólica con más graduación del mundo: ni más ni menos que noventa y seis grados de alcohol. Se disuelve con agua y azúcar para bajar hasta el cuarenta por ciento, aunque hay personas que prefieren tomarlo tal cual viene elaborado.
El siguiente paso de todo el ritual era beber, beber y beber. Hablar, bailar y beber. El apego desorganizado sigilosa e involuntariamente entraba en el cuerpo del pequeño niño zarco. La amaba, la admiraba. Miraba como baila, como canta, como disfruta de sus amigos. En este paso quería ser como ella. No tenía muchos sueños de cómo o quién va a ser en futuro. Viéndola pasárselo bien, solo quería ser como ella.
La cosa cambiaba dentro de unas horas. El niño era muy observador. Escuchaba todo y a todos hasta que alguien se daba cuenta y le regañaban. Miraba sus caras, cómo cambiaban con cada intersección de un nuevo chupito de vodka en el cuerpo. Sus movimientos y forma de hablar se convertían en un efecto de cámara lenta. A veces se tenía que esforzar mucho para entender las palabras que intercambiaban. A este paso, poco a poco, hablar cambiaba a gritar, bailar cambiaba a pegarse. Beber no cambiaba, quizás se convertía en beber más. No siempre se pegaban. A veces simplemente gritaban muy fuerte, a veces dos de ellos desaparecían por un momento para meterse en otra habitación y después volver y seguir bebiendo. Pero estas veces, cuando la fiesta llegaba al paso tres, el niño observaba cómo la sangre caía por la cara de una mujer, amiga de su madre. Otras veces hubo un hombre, al que tenía que llamar su tío, que tenía el ojo hinchado y perdió sus gafas, después de recibir un golpe fuerte por otro invitado de la fiesta.
Hubo una fiesta, en la cual toda la mesa, tan decorada con sus ensaladas, embutidos, carnes, pescados, cayó de repente. Uno de los invitados, en un momento de acumulación de gritos, nervios, cogió la mesa por un borde con sus dos manos y la levanto, echando todo al suelo. Esta vez, por suerte, el niño no estaba por debajo de esta mesa. Huyo a su habitación cinco minutos después, cuando el mismo hombre pegó al otro tan fuerte que la sangre cayó a la pared.
Esta mesa caída, siempre fue su asilo durante las discusiones fuertes. Cuando los participantes de la fiesta gritaban o se pegaban, el niño zarco siempre se escondía por debajo de la mesa. Un cierto masoquismo, podría decir alguien. Porque siempre esperaba a su madre. A que venga, que acaricie y que tranquilice. Pero siempre, de debajo de la mesa le sacaba la mejor amiga de su madre. Riéndose fuerte de un niño inútil y llorón, con cierta y muy evidente satisfacción, gritaba a la madre echándole la culpa por la mala educación de su hijo.
- Mira cómo es tu hijo. Menudo maricón que vas a tener que solo llora y se esconde – gritaba riéndose y mirando fijamente al niño que tapaba su cara entre sus manos.
Ella. La madre. No venía a decir que todo estará bien. Avergonzada echaba al niño a su habitación. Se iba. La quería y la escuchaba. Nunca conseguía dormir durante estas noches. Esperaba a tapar a su madre, dejarle un vaso de agua y limpiar signos de lo sucedido en aquella fiesta.
A veces la madre desaparecía. En algunos momentos por dos noches y en otras por dos semanas. El niño siempre cerraba todas las puertas con llave, para que nadie de la familia se diera cuenta de que ella no estaba. Podrían llevarlos a algún sitio. Separarlos. A veces escuchaba a su abuela cuando decía esto a su madre gritando. Podría estar sin ella.
Cuando se iba a su cama, se tapaba muy fuerte para que nadie se despertara y no lo escuchará llorar. Recordaba estos días tan oscuros, su Primera Comunión y todo lo que pasó después. En estas ocasiones siempre se preguntaba:
¿Por qué ella no aprendió nada?
VII. El hombre
Tumbado en la cama, con el cuerpo que parecía pesar un par de toneladas, pensaba en mi madre. Durante todos estos años, los recuerdos de las cuerdas, cuchillos y pastillas estaban muy borrosos. Volvieron a acentuarse hace poco, juntándose con el dolor en el pecho y la sensación de tener las rodillas cansadas, como si hubiese corrido una maratón por el bosque. La psicóloga me explicó durante las últimas sesiones, que todo esto se está despertando por la parecida sensación de abandono que podría estar sintiendo últimamente. Me dijo que está bien tener los sentimientos negativos hacia la madre. En efecto, me estaba dando cuenta, de que todo este tiempo la estuve disculpando.
- Ella nunca te abandonó como nuestra madre – me dijo una vez mi prima favorita.
Siempre confiaba en esto, aunque sus palabras crearon cierta incertidumbre desde aquel entonces. Una voz de mi prima, peleándose con los recuerdos, imágenes, vídeos cortos, que volvían uno o por uno o todos juntos, desde hace unos meses.
Mi habitación, mi cama, mi almohada, mi corazón. Llevaba semanas intentando hacerme la idea de que todo esto es mío, principalmente mío. Que me quedé con todo esto y le tengo que encontrar el sentido y valor, porque ahora es solo mío. El corazón seguía palpitando fuerte en mi pecho, pero algo cambiaba. Comparando los dos recuerdos de abandono, el de un niño pequeño y el reciente, parecían tener un contraste significativo. El peso de la decisión que había tomado hace poco, no estaba ubicado en solo una parte. Idas y vueltas, desbordamiento mental, mezclado por el amor y odio, esperanzas y decepción, perdían su peso contrastándolo con los recuerdos de un niño pequeño con rodillas llenas de sangre.
Intentaba levantarme de la cama, pero el cuerpo todavía me pesaba demasiado. Daba gracias a las fuerzas que empezaban a despertarse en mi mente. Me estaba dando cuenta de la exigencia de conocer el final de mi historia y de dar fin a todo el sufrimiento, que yo mismo he provocado en mí recientemente. Pero no, no tenía que haber final de esta historia. No hay que tomar decisiones forzadas, ni forzarse por estar con alguien. Lo que sí que sabía en este momento, cuando el corazón ya dejaba de latir tan fuerte, que no estoy solo y que a mí, recientemente, no me abandonó nadie.
Ella sí. Sí que me abandonó. No solo una vez. Me abandonó mil veces más, aparate de aquel día en el bosque.
Cogí el teléfono. El testigo de todos los pensamientos, que siempre se convertían en poemas cada vez más tristes. Primero llamé por ayuda y después intenté escribir algo, pero solo se me ocurrió una cosa:
“No quiero a mi madre. “
Y me sentí bien pensar esto.
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