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La cama del sótano

 

 
El Hombre 

 

Estaba listo.


Entré al baño, encontré en el estante las gotas. Las de ojos cansados para ocultar todo sufrimiento. Crema para la cara, la más fuerte, para cuarentones, aunque contaba con tan solo veintidós primaveras. La apliqué cuidadosamente, como siempre, esperanzado en los resultados. Tal vez cubra al menos parte de estas arrugas. Base en color beige natural. Apliqué una pequeña cantidad con esmero. Especialmente en la esquina superior derecha de la frente. Justo al inicio de la línea del cabello. Un momento de reflexión. Una breve y profunda mirada al espejo. Y esa débil e involuntaria gratitud de tener la cicatriz ubicada tan alto, cerca del pelo. Polvo. Del mismo tono. Lo extendí con una pequeña esponja por la cara, satisfecho con los efectos de mi camuflaje. La última mirada al espejo. Un corto recuerdo del dolor de cabeza, el cráneo roto y muchísima sangre en la calzada. Estaba listo.


Saqué del armario mis calzoncillos más bonitos. Los blancos, mis favoritos. Arranqué la etiqueta de la camisa nueva. Me la puse con cuidado para no ensuciarla con el maquillaje. Era bonita. Negra, de manga larga. Corté las etiquetas de los pantalones. También nuevos, comprados especialmente para esta ocasión.


- Hola, ¿dónde nos encontramos? - dije al auricular del teléfono.
- ¿Estás seguro de que quieres ir allí? Él estará allí, seguro.
- Estoy seguro. Estoy listo - respondí- . Solo no quiero ir solo.
- Está bien, nos vemos allí en dos horas. Necesito arreglarme.
- Me parece bien - anuncié- . Hasta luego.


Dejé el teléfono sobre la mesa. Abrí el pequeño armario de los zapatos. Saqué los más nuevos. Encajaban perfectamente. Me puse la chaqueta. Solo una cosa más, la última mirada al espejo. Traté de recuperar mi conciencia en el reflejo. Una parte de mí quería encontrar allí un pedazo de mi alma que me dijera que me quedara en casa esa noche. No me reconocía del todo. Me sentía como en aquel tiempo, hace unos años, cuando durante otro subidón de marihuana no podía controlar mi rostro. El reflejo en el espejo me sonrió.


¡Estás listo!


Salí. El parque estaba inquieto esa noche. Los árboles susurraban, en sintonía con el fuerte viento otoñal. Como si quisieran gritarme. Me senté en mi banco. Una parte de mí quería pegarse a él y quedarse. El miedo se entrelazaba con la determinación. Recordaba tiempos pasados. Respiraba hondo, tomando aire fresco de noviembre. Me alegraba poder respirar. Y es que apenas una semana antes, estaba sentado en la cama con una bolsa de papel en la boca, tratando de captar, aunque fuera el menor suspiro. Sonreí. Aprecié ese viento y el hecho de poder ahogarme en él. Coloqué la mano abierta sobre el pecho. Trataba de sentir el latido de mi corazón. Quería comprobar si todavía vivía, ya que esa noche no me reconocía a mí mismo. Latía. Más fuerte de lo habitual, aunque con un ritmo claro y constante. Era suficiente.


- ¿Y cómo me ves ahora, Ricky? - pregunté mirando al cielo nublado. - No llegaste a enseñarme estas situaciones.


No obtuve respuesta. Pero lo sentía. La gente dice: “En los momentos de terror, huye hacia Dios”. Yo tenía a mi ángel de la guarda. Un viejo amigo que me abandonó sin despedirse. Me apoyé con las manos con la esperanza de que se pegaran a las tablas del banco. Pensaba en la determinación que tenía dentro de mí. En cada situación que me llevó hasta aquí y ahora. En las cicatrices que me acompañarán toda la vida. Una lágrima cayó. Y otra. 


Cada una por cada noche en el sótano.


 
Adán 

 


Un Desconocido envía un mensaje.
 
El mensaje apareció de repente en la pantalla del monitor. 
 
Desconocido: ¡Hola Adrián! Me divertí mucho la última vez. Espero que podamos repetirlo...
 
Yo: ¿Quién eres?
 
Desconocido: Adán. Mi hermano me ha dado tu Messenger. Espero que nos veamos pronto.
 
Yo: ¿Qué hermano?
 
Desconocido: ¿Con quién trabajas? De Sebas, es mi hermano. Oye, ¿no me recuerdas? ¿Con quién estoy hablando?
 
Me quedé helado. Leí estos mensajes varias veces y cada vez más comprendía lo que significaban. Usábamos con Adrián el mismo comunicador. Sebas, su compañero de trabajo, muchas veces les escribía y yo contestaba a estos mensajes. Me caía bien. Nunca había conocido a su hermano. No sabía qué responder. Podía ser solo un amigo. Podía no significar nada. Podía no ser lo que pensaba. Quizás salieron juntos de fiesta. Adrián muchas veces salía con Sebas a tomar algo después del trabajo. Quizás su hermano los acompañó un día. Sin embargo, no podía deshacerme de la voz que me decía que Adrián me había engañado. Aunque era muy ingenuo, mi intuición nunca me fallaba. Tenía que averiguarlo. Pensé en cómo la verdad siempre sale a la luz, a pesar de que siempre se sabe la mitad de ella. Después de todo, no sería la primera vez que él lo hacía. Que me engañaría. Tenía que manejarlo bien.
 
Yo: Perdona, me sorprendiste. Qué bien que escribiste. Yo también me divertí mucho.
 
Desconocido: Me alegra saberlo. Por un momento dudé de con quién estaba hablando.
 
Yo: Tranquilo. Dijiste que te gustó. ¿Qué fue lo que más te gustó?
 
Desconocido: Me da vergüenza escribirlo. ¿Por qué quieres hablar de eso? Preferiría repetirlo en persona.
 
Yo: Yo también. Pero quería que fueras honesto conmigo. ¿Qué te gustó más?
 
Desconocido: Me gustó cuando me abrazabas. Y cuando te hice una mamada. Tienes un buen equipo.
 
Yo: ¿Y cuándo te gustó más?
 
Sentí que podía excederme. Me asusté. No sabía si se había encontrado con él más de una vez. Las emociones que sentía movían mis dedos. Tecleaba botones sintiendo como si mi cerebro dictara el texto para escribir en el ordenador. No lloraba. El cierto masoquismo provocaba que estaba más curioso que triste. Sabía que el momento para las lágrimas llegaría después. Tenía que ser fuerte. Era consciente de lo bueno que era en esto. El interlocutor “Desconocido” se confesaba ante mí de un pecado del cual no era consciente.
 
Desconocido: Oye, me siento raro respondiendo a estas preguntas. ¿Seguro que estoy escribiendo con Adrián?
 
Yo: No, joder, con Nostradamus. Te hago preguntas sinceras. Pero si no quieres escribir, está bien. Pensé que, ya que nos divertimos, podríamos hablar de ello normalmente y luego repetirlo. Además, me está poniendo muy cachondo hablar de esto. Pero bueno. Que tengas un buen día.
 
Desconocido: ¡Espera! No te enfades. Tienes razón. Podemos hablar de ello. Solo me da vergüenza escribirlo.
 
Yo: ¿Cuándo te gustó más? No te avergüences. Venga tío, ¡que la tengo muy dura!
 
Desconocido: Me gustó más la segunda vez. En tu sótano...
 
Leí la última frase decenas de veces sin creer mis ojos. Intenté encontrar algún error. Traté de darle otro sentido al texto pensando que era un error de escritura. No había error. Estaba en nuestro sótano. Más bien un pequeño trastero, entre varios trasteros de otros vecinos de la finca. Todos ubicados en el sótano del edificio. Aquel trastero en el que yo no entraba. Aquel que no usábamos porque no había necesidad. A donde, hace unos meses, había llevado unas chaquetas viejas y una caja con recuerdos de hace años. Aquel donde había una cama vieja, que bajamos cuando compramos una cama nueva, varias latas de pintura y cintas de casete viejas.


Desconocido: ¿Y qué te gustó a ti?
 
Desconocido: ¿Adrián?
 
Desconocido: ¿Estás?


No sabía que responder. Ni siquiera podía detectar si mi corazón seguía latiendo. Tenía que acabar con esto.
 
Yo: Estoy. Solo que yo no soy Adrián. Soy su novio, al que acabas de contar con detalles cómo fue tu cita en mi sótano.
 
Desapareció. El comunicador informó que el usuario estaba No disponible. Me imaginé su cara ahora. Cómo debió tener los ojos al leer mi última frase. Estaba seguro de que ahora llamaba a Adrián explicándole que lo había delatado. No me importaba. Sentía asco y vergüenza de mí mismo. Me puse los zapatos y cogí rápidamente la llave del sótano que colgaba en la pared. Salí. Intenté mantener la calma, pero mis piernas bajaban las escaleras cada vez más rápido, arrastrando el resto de mi cuerpo. Me tomó un momento encontrar la puerta correcta. Ni siquiera recordaba cuál era nuestro sótano. No estaban marcados. Después del tercer intento de abrir una puerta, lo logré. El candado cedió. Lo quité apresuradamente. Sentí cómo mi corazón latía cada vez más fuerte. Quería retroceder en el tiempo. Quería que los mensajes que acababa de recibir fueran una broma estúpida. Abrí la puerta. Toqué la pared con la mano buscando el interruptor de la luz. Lo que vi me hizo desear que la bombilla del techo del sótano se rompiera. El sótano parecía más una habitación cuidada de un hombre sin hogar. La cama, que antes estaba desmontada y apoyada verticalmente contra la pared, ahora estaba lista para momentos íntimos. Todas las cintas viejas de música estaban ordenadas en una estantería contra la pared, junto a mi caja en la que escondía mis recuerdos de viajes y antiguos diarios. Todo tenía su lugar en las estanterías. No me picaba la nariz, como solía pasarme en esos lugares. Esto significaba que no había mucho polvo, al que era alérgico. Y esa pequeña almohada que había estado buscando por todas partes. Estaba allí, sin vida, sobre la cama, recordando haber apoyado recientemente las cabezas de dos hombres amantes. Me puse a llorar. Entré. Me di la vuelta mirando cada pared de ese pequeño cuarto. Cogí mi almohada. Sentí que quería llevarla a casa. Después de todo, yo había dormido en ella tantas veces. Debía recordarme a mí. La almohada reveló otra prueba. Agarré la tela como se agarra un papel en la calle. Sosteniendo en dos dedos los calzoncillos blancos, observé las manchas amarillentas y secas. Prueba. Y esas marcas amarillas, testigos de la consumación del crimen. Sentí que iba a vomitar. Volví al piso.
 
Un Desconocido envía un mensaje.
 
Desconocido: Lo siento. No sabía que Adrián estaba en una relación. Me siento muy mal. Perdón.
 
Yo: Encuéntrate conmigo en la plaza del centro en una hora. Llevaré una chaqueta negra y una gorra. ¿Vendrás?
 
Miré al espejo en el baño. Me veía mejor. Usé gotas para blanquear mis ojos enrojecidos por el llanto. Lavé mi cara con tónico y me puse crema para piel con acné. Estaba listo. Me vestí tal como le había dicho al desconocido. Salí de casa.
 
- ¿Por qué quisiste encontrarte conmigo después de todo lo que escuchaste? - preguntó Adán cuando estábamos sentados en un banco en la plaza.
- Quería verte. Mirarte a los ojos, hablar contigo por un momento y luego evaluar qué es lo que le diste, que podría ser más de lo que le di yo - expliqué.
- No entiendo - dijo con voz sorprendida.
- Quería saber qué encontró en ti la persona que amo más que a mi vida. Qué fue lo que yo no le di, que hizo que destruyera nuestro amor. Ahora puedo irme.
 
Me levanté sin despedirme y sin esperar lo que tenía que decir. Sentí su mirada. Deseaba que dejara de compadecerme. No podía seguir hablando con él. Sentí que después de lo que dije, las lágrimas comenzaron a llenar mis ojos. Sentía más lástima por mí mismo que por nadie.
 
Esa noche, Adrián regresó muy tarde. Borracho. Después de unos días de silencio, volvió a casa pidiendo perdón por su acción. Le perdoné. Con un "lo siento" y una mirada profunda siempre lograba que le perdonara. Pero no olvidaba.
 


José

 
Siempre me despertaba unos minutos antes de su llegada. Me encantaba eso. No importaba si había dormido poco. Siempre abría los ojos y después de unos instantes oía la llave girar en la cerradura. El perro se levantaba de su manta en el suelo y se paraba frente a la puerta cerrada de la habitación. Siempre tenía prioridad. Yo era el siguiente. Me recibía a menudo con un beso y un abrazo al volver del trabajo. A veces, en lugar de un beso, me recibía con una bolsa de latas de cerveza tintineando. Entonces sabía que no habría beso. En estos momentos yo me giraba hacia la pared y apoyaba la cabeza en la almohada, tratando de dormir y no oír el sonido de las latas abriéndose una tras otra.


Escuché el sonido de la cerradura. La puerta del apartamento se abrió. El perro esperaba a que entrara en la habitación. No entraba. Sorprendido, me levanté de la cama y salí al vestíbulo. Estaba sobrio. Estaba de pie junto al zapatero. Se sobresaltó al verme. Le asusté.


- ¿Qué haces? – pregunté, sorprendido.
- Nada, cariño – respondió nervioso – Vamos a dormir.


No dormí esa noche. Esperé a que empezara a roncar suavemente. Me encantaba ese sonido. Siempre le pasaba cuando estaba cansado después del trabajo. Me quité su brazo de encima y me levanté de la cama con cuidado. Salí al vestíbulo. Me preocupaba el terror en sus ojos cuando me vio. Algo no estaba bien. Abrí el zapatero. No había nada fuera de lo común. Varias docenas de zapatos, una lata negra de betún y un cepillo de cerdas suaves. No me rendí. Fui sacando cada par de zapatos convencido de que encontraría algo. De repente, de mis elegantes zapatos negros, que usaba solo para estas ocasiones especiales cuando me tenía que poner el traje, cayó un pequeño trozo de plástico. Una tarjeta SIM de teléfono móvil. Sabía que era eso. Prueba de otro crimen. Volví a guardar todos los zapatos en el zapatero y regresé a la habitación. Lo miré. Dormía, ajeno a mi investigación. Cogí mi teléfono de la mesa y salí al baño. Puse la tarjeta y leí los mensajes guardados en su memoria. Todos provenían del mismo número de teléfono. Mensajes sin emoción y sin personalizar que intercambiaban intereses sexuales y recuerdos del último encuentro. Un agradecimiento por el buen sexo y una propuesta de mi novio para la próxima cita. Otro mensaje de hace una hora. Debía haberlo enviado justo antes de entrar en casa. Sentí una creciente amargura. Unos minutos antes de su llegada, me había despertado y esperaba ansioso a que abriera la puerta de la habitación y me besara para desearme buenas noches. Pero al volver del trabajo, no pensaba en mí. Pensaba en el próximo encuentro con otro amante. De repente, un fuerte sonido del teléfono interrumpió mis pensamientos. Informaba de un nuevo mensaje del número que ya conocía. Me asusté. Pensé que el tono podría haber despertado a Adrián. Sin embargo, tenía que leer el mensaje lo antes posible. La curiosidad vencía a todos los sentimientos que se entrelazaban dentro de mí.


"De acuerdo, nos vemos mañana a las 14 en el Pub Metro, donde la última vez."


Apunté el número de teléfono. Devolví la tarjeta a su lugar en el zapato y puse la mía en el teléfono.


"Ok. Me va bien. Este es mi nuevo número de teléfono. Escríbeme aquí porque el otro estará inactivo. Nos vemos. Adrián."


Volví a la cama. Me costó mucho dormir. Pensaba en el día siguiente. Me preguntaba por qué lo hacía. Por qué me torturaba a mí mismo. Por qué simplemente no lo dejaba. No podía encontrar una explicación sensata. Tenía miedo. Eso era lo único de lo que estaba seguro. Tenía miedo de no poder arreglármelas sin él. Mental y materialmente. Y al final de todo, estaba lo más importante. Un gran sentimiento de amor que tenía para ofrecerle cada día. Un sentimiento cada vez más empañado de resentimiento y amargura. Giré la cabeza hacia él. Respiraba regular y tranquilamente. Lo miré durante un buen rato, tratando de escuchar sus pensamientos que explicaran el daño que me hacía. Me giré de espaldas a él. No podía seguir pensando en eso. De repente, su mano me rodeó la cintura, y su cuerpo se acercó al mío. Me besó suavemente en el cuello. Me quedé dormido.


- ¿Dónde estás? Estoy esperando en la entrada – dijo una voz masculina en el teléfono.
- Ya voy – respondí apresuradamente – Espérame allí.
- Tienes una voz extraña.
- Estoy enfermo – respondí incómodo – Además, aquí sopla mucho viento. Tal vez sea por eso. Ya estoy llegando.

 


Colgué. No quería asustarlo. Casi corría. Tuve que esperar a que Adrián se fuera al trabajo para no tener que explicarle adónde iba. Afortunadamente, ese día yo tenía libre. Pensaba en qué decirle. Cómo empezar la conversación. Imaginaba cómo sería. Tenía una voz tan masculina por teléfono. Cada vez estaba más cerca del sitio y a la vez más inseguro de mi acción, asustado por la verdad que estaba por descubrir. Las respuestas que ya sabía cuáles serían, aunque intentaba engañarme a mí mismo. Lo vi desde lejos. Estaba allí. Mirando a su alrededor y consultando su reloj. La incomprensión aumentaba a medida que la distancia entre nosotros disminuía. Cuanto más me acercaba, más veía su falta de atractivo. Conocía perfectamente el tipo de hombre que le gustaba a Adrián. Sabía qué tipo de hombres le atraían. Este no encajaba en absoluto. Tenía el pelo rubio, era gordo. Usaba gafas demasiado grandes para su cara. Podría tener unos treinta y cinco años. Vestía un traje gris y zapatos elegantes. Parecía un director de banco pasado de moda. Me miró mientras me acercaba y, al verme mirarlo, giró la cabeza, aún mirando a su alrededor.


- Hola – dije acercándome.
- Hooola – dijo alargadamente a su vez confundido.
- Adrián no vendrá, estoy yo – sentí que mi voz se volvía insegura.
- ¿Y tú quién eres? – parecía muy sorprendido.
- Su novio. Quisiera hablar.
- No tengo mucho tiempo – dijo mirando su reloj – Pero ya que estás aquí, te invito a una cerveza.


Entramos al pub. Me pagó una cerveza. Hablamos. Era simpático. Respondía con mucha sinceridad a cada pregunta que le hacía, sin importar si me gustaría lo que escuchara. Me contó cómo se conocieron. Quedaron por chat para encontrarse en ese club. Bebieron varias cervezas. Dijo que Adrián debía de amar mucho la cerveza, porque bebió el doble que él. Dijo que después de salir del bar, mi novio le propuso un lugar para tener sexo. Con una sonrisa en la cara, me contó cómo el amor de mi vida le había propuesto sexo en su sótano limpio y ordenado.


- ¿Crees que parezco un hombre que no puede permitirse alquilar un hotel para follar con alguien? – preguntó, tomando su cerveza.


No respondí. Era vulgar. Me contó sobre el rápido encuentro sexual que tuvieron en el hotel. Que mi novio miraba a menudo su reloj, repitiendo que no tenía mucho tiempo. De repente, me miró y se quedó callado. Su rostro se volvió serio.


- No puedo disculparme contigo por esto – comenzó lentamente – No te conozco y tampoco lo conocía a él. Para mí, fue solo un encuentro para tomar una cerveza y luego sexo. Me gustó. Nos divertimos mucho. Por eso quería repetirlo.
- No tienes que disculparte. No sabías que tenía a alguien – respondí.
- No lo sabía. Ahora lo sé. Y puedes estar seguro de que no volveré a verlo. No te diré qué es lo que deberías hacer. Cada uno decide sobre su vida.
- Ya es hora de que me vaya – dije levantándome de la mesa.
- Eres un buen chico – sonrió – ¿Tengo alguna oportunidad de verte? Nosotros también podríamos pasar un buen rato juntos.
- Gracias por tu sinceridad – respondí sin una pizca de sonrisa – Pero no tengo tanta depresión.


Salí. Volví a casa tratando de evaluar el encuentro de hoy. Llamé a Adrián. Le conté todo. Lloré. Traté de ser fuerte pero no pude. Esa noche volvió a casa de madrugada. En lugar de un "hola cariño" escuché el sonido de las latas de cerveza abriéndose una tras otra.


 
Andrés

 
Me encontré con Adrián mientras regresaba del trabajo cruzando el parque. Él pensaba que yo ya estaba en casa. Ese día tuve que quedarme un poco más para hacer un inventario en el bar en que trabajaba por unas semanas. Me sorprendió mucho verlo caminando despreocupadamente por la ciudad con un chico joven. Caminé hacia ellos con un paso firme. Adrián detuvo a su amigo e intentó convencerlo de que se retiraran. No les dio tiempo. Me acerqué a ellos tratando de encontrar la fuerza en mí mismo. Sabía que todo entre nosotros estaba llegando a su fin.


- Hola - dije. - Hola, soy Andrés - respondió el joven con una sonrisa, extendiendo su mano hacia mí. 
- Interesante - miré su mano sin corresponder el gesto- . Yo soy el novio de él, con quien ahora mismo vuelve a casa. 
- No me voy contigo - respondió Adrián con voz ebria- . Vamos a tomar algo juntos. No me esperes. 
- Adrián, yo mejor me voy - dijo el chico, luego giró la cabeza hacia mí- . Fue un placer conocerte. Lo siento.


Fue entonces cuando me di cuenta de lo bonitos y penetrantes que eran sus ojos. Me miró con sinceridad y seriedad en la última frase que pronunció. De sus ojos se podía leer perfectamente la falta de intención de hacer daño a nadie. Comprendí que él podría estar tan perdido como yo, un joven buscando su realización en la vida y a esa única persona en el mundo con la que sentirse especial. Solo entonces sentí el deseo de estrecharle la mano. Correspondió al apretón. Sonrió levemente, luego se dio la vuelta y se fue, desapareciendo rápidamente en una calle oscura que se desviaba de la plaza.


En aquel entonces no lo pude saber, pero en unos veinte años, lo veré de nuevo. En una fiesta. No lo reconoceré. Vamos a beber y divertirnos entre un grupo de amigos y al acabar la fiesta él se acercará a mí.


-  No me reconoces, ¿verdad? – dirá mirándome con estos ojos bonitos.
- ¿Debería? – preguntaré sorprendido.
- Hace veinte años tuvimos a un amigo en común que me quiso llevar a un sótano. – contestará brevemente.


Se acercará a mí y sin pedir permiso, al verme empezar a temblar, me dará un fuerte abrazó. 


Esperé unos instantes mirando al chico que desaparecía de la vista en una calle del parque. Pensé en lo triste que era todo esto y cogía todas mis fuerzas para girarme hacia mi novio y poder mirarle a la cara. En mi mente prometí a mi mismo no llorar esta vez. 


- ¿Y con quién vas a beber ahora? Parece que vuelves a casa conmigo, ¿no? - pregunté midiendo mis palabras. Le tenía miedo en situaciones así. 
- Eres gracioso - respondió con un tono sarcástico- . Me das pena. ¿Oyes? Solo estoy contigo porque me das una maldita lástima. ¡No es amor! ¡Es lástima! Maldita y jodida lástima. ¡Ahora llora!


Esta vez no derramé ninguna lágrima. Sus palabras golpearon mi mente más fuerte que el frasco de perfume que rompió en mi cabeza hace unos meses. Sentí esa lástima, un gran disgusto y una enorme aversión hacia mí mismo. Me di la vuelta sin decir nada. Nada de lo que pudiera decir parecía lo suficientemente significativo como para mejorar mi autoestima. Era un trapo, me sentía lo peor. Por primera vez no pensaba en él. No pensaba en lo que había hecho ni en lo que había dicho. Solo pensaba en mí y en lo patético que me había convertido. Volví a casa. Sabía que esa noche Adrián no regresaría pronto. Seguramente encontraría algún bar donde seguir bebiendo. Y cuando cerraran ese, iría al siguiente. Entré al baño. Me lavé los dientes. Me miré en el espejo sintiendo cada vez más intensamente la evaluación de la situación pasada. Entre esos pensamientos, uno era el más fuerte: Autodestrucción. De repente, sentí la necesidad de inclinar la cabeza hacia el lavabo. La pasta de dientes salió disparada de mi boca, seguida de saliva y vómito. Las lágrimas corrían por mis ojos. Sentía un gran dolor en el estómago y el esófago apretado. Después de unos minutos, me recuperé. Volví al dormitorio. Extendí una vieja manta sobre la alfombra, justo al lado de nuestra cama. Le quité al perro la vieja colcha que usábamos como su cama desde que compramos una nueva para nosotros. Me cubrí con ella, tapando incluso mi cabeza. No quería ver el mundo, ni que el mundo me viera a mí. Quería poder desaparecer bajo esa colcha como los conejos desaparecen en los sombreros. No sé cuándo me quedé dormido. Solo recuerdo, como si fuera un sueño, el sonido de una lata abriéndose.


 
Ahora_25 


Me desperté al mismo momento al que se puso al lado mío en la cama. Intentaba quedarme quieto, para que no se diera cuenta. Observaba duramente unos minutos su espalda. Las ganas de abrazarlo se mezclaban con odio y la fuerte sensación de injusticia. En poco tiempo empezó a roncar. Me levanté de la cama y sin pensarlo me acerqué al escritorio. Encendí el viejo ordenador y me senté en la silla. Revisé la bolsa que trajo Adrián, pero todas las latas de cervezas estaban vacías. Quedaba una abierta encima del escritorio. Nunca acababa la última, pero siempre se las tenía que abrir todas, antes de echarse a dormir. Su conciencia no le dejaba dormir dejando una lata cerrada. Acabé la última lata abierta de un sorbo y sentía que no era suficiente. Sabía que el ordenador iba a tardar un buen rato en iniciarse. Me dediqué este momento a valorar, a hacer un balance e intentar a entenderme a mí mismo, a la vez buscando algún alcohol en la estantería. Una botella de vodka medio llena. Tras unos minutos, con media conciencia de mis hechos, llenando mi cuerpo de transparente trago fuerte, estaba abriendo el chat “Gay”. 


Yo: Hola
Ahora_25: Hola.
Yo: no sé cómo va esto… qué buscas?
Ahora_25: Para ahora
Yo: Para el sexo?
Ahora_25: Claro


En media hora estaba esperando en la calle, en la parada de autobuses. Vino puntualmente acercándose en su Volkswagen Golf de color gris oscuro. Subí al coche. Estaba nervioso, pero a la vez determinado. 


- Hola – dije mirándole.
- Hola – respondió dirigiéndome una pequeña sonrisa.
- ¿A dónde vamos? - pregunté sin saber si era lo más adecuado de decir en estas situaciones.
- Ni idea. ¿Conoces algún sitio más íntimo? - preguntó. Era guapo, con una sonrisa bonita. Quedé con él sin haber intercambiado la foto. Me daba igual su belleza o falta de ella. Quería solamente sentir lo que se siente en estas situaciones. Observar, aprender, experimentar y sacar conclusiones. 


No hablamos mucho más, salvo mis instrucciones de camino hasta llegar a una calle oscura, donde estaba ubicado un grande centro comercial. Conocía este camino muy bien. Estaba muy cerca de casa y cada día lo tomaba dos veces. Trabajaba allí. Aparcó el coche en el parking, en un lugar donde no llegaba mucha luz de las farolas. Apagó el motor y me miró fijamente. No sabía qué hacer, cómo debería empezar todo esto. Confiaba en su experiencia. En los próximos segundos ya estaba besándome apasionadamente. 


Me gustaban sus besos. Esperaba que no notara todo el vodka que bebí hace poco, pero a la vez estaba agradecido por la libertad que me dio el alcohol. No fui capaz de despejar mi mente. Todo en mi cabeza no paraba de mezclarse. Sentimiento de odio a mí mismo, a Adrián, sentimiento de culpa y de excitación, volaban en mi mente. Como en estas películas de comedia donde dos pequeños personajes, uno de demonio y otro de ángel, se ponen a los dos lados de la cabeza del protagonista, peleándose por sus razones. Mi nuevo conocido puso su mano en mi pecho, bajando por los abdominales llegó hasta mis pantalones. Al sentir mi nivel de excitación en su mano que estaba cogiendo mi pene por encima de mi ropa, paró de besarme. Me miró fijamente y dibujó una sonrisa en su rostro. Sus gestos me hacían entender que debo hacer lo mismo. Mi mano ubicada en su nuca, empezó a bajar espontánea e involuntariamente. Llegué hasta su miembro que parecía tener un tamaño extraordinario. Era más grande que el de Adrián el segundo que aprovecharía en mi vida. Sentía que él notaba que soy muy verde en esto. Marcaba los pasos y esperaba a que yo los copiara. Dejé a que me hiciera lo que le apetecía con mi cuerpo sin mínima queja por mi parte y le hacía lo mismo sin pedir permiso. 


Lo que pasó durante los próximos instantes fue muy mecánico, vacío, pero a la vez apasionante. No conocía su nombre, ni veía bien sus ojos, pero estaba explorando todo su cuerpo y él hacía lo mismo con el mío. Todo duró no más que media hora. Al acabar no hubo abrazos y los besos apasionados también ya se acabaron. Sin dirigir ni una palabra el chico se empezó a vestir de nuevo y yo hice lo mismo. En cinco minutos nos encontrábamos en el camino de vuelta. 


Ya tenía mis respuestas. Volviendo a casa vomité 3 veces.


 
Rodrigo

 
-  ¿Está usted bajo mucho estrés en este momento? ¿En el trabajo, en su vida personal? - preguntó el hombre vestido de una bata blanca.
 
-  En mi vida personal - respondí educadamente.
 
-  No es difícil adivinarlo. Se ve usted como un desastre humano. A su edad, eso no es normal y, por lo tanto, es muy evidente. ¿Cuánto pesa? - preguntó.
 
-  Sesenta kilos - dije- . Mi peso siempre oscila entre sesenta y sesenta y dos kilos.
 
-  Quítese los zapatos y súbase a la báscula - dijo el doctor señalando una vieja báscula blanca en la esquina de la sala.
 
-  Cuarenta y cinco kilos. Sin la ropa, pesa unos cuarenta y dos. Eso es mucho menos que sesenta.
 
-  No tengo apetito. Y cuando como algo, lo vomito enseguida - anuncié con calma.
 
-  ¿Y cómo duerme? - preguntó el médico, alumbrándome los ojos con una pequeña linterna.
 
-  En los últimos diez días, - hice una pausa-  en total, unas cuatro horas.
 
-  Lamentablemente, tengo malas noticias - dijo el médico mirándome con calma- . Padece usted de una fuerte neurosis. Necesita relajarse y aislarse de las cosas que le causan estrés. Por favor, tome en serio lo que le digo. De lo contrario, podría haber cambios irreversibles en su salud.


-  Entiendo - dije sin emoción- . Intentaré cambiar algo.
-  Le recetaré calmantes. Debería poder dormir con ellos. Cuídese.
-  Gracias, doctor - respondí educadamente.
 
De regreso a casa, pensaba en cómo había destruido mi cuerpo mentalmente. No sentía casi nada. Solo hubo un momento, en el que sentí una pequeña sensación de celos al ver a un joven y a una chica abrazados y besándose en la parada de autobús. Sentía como si estuviera solo, en una encrucijada de sentimientos, de vida, de todo. Lo que antes definía como mi hogar se había convertido en un recuerdo muy lejano. No pensaba en encontrar un camino. No pensaba en lo que vendría. Caminaba adelante con las palabras del médico resonando en mi cabeza. No me importaban los semáforos rojos de las calles, ni la gente mirando cómo lloraba, ni esa persona que me preguntó por el camino más corto hacia un lugar. No prestaba atención a nada ni a nadie. Simplemente caminaba. Como un muerto viviente, de esos de las películas de terror de los años noventa. Me sentía débil, agotado por los últimos días.
 
Al día siguiente fui a trabajar. No sabía qué quería hacer a continuación y no podía pensarlo. Actuaba instintivamente. Me intentaba calmar interna y externamente. La gente preguntaba por mis ojos vacíos, por mi cara sin ninguna expresión. No respondía a nadie. Perdí la sensación de que tenía que actuar por alguien. De que debía construir algo para luego crear aún más. Ese día renuncié a mi trabajo.


Nuevo mensaje de texto.


"No vuelvas a casa hoy. Será mejor así. Estaré con mi nuevo amigo y planeamos pasarlo genial."


Lloré. Las primeras emociones en varios días las provocó, como siempre, Adrián. Esta vez con un breve mensaje enviado a mi teléfono. Era excelente en eso. Con unas pocas palabras podía provocar el mayor dolor y desánimo. Durante varios días, mis únicos amigos habían sido la vieja colcha y el suelo. No veía sentido en encontrarme con nadie, no hablaba con nadie de esto. No quería explicar nada ni responder a nada. Sin embargo, después de ese mensaje, sentí que necesitaba un consejo. O posiblemente un lugar para dormir, si resultaba que realmente no tenía a dónde ir.


-  Puedes dormir en mi casa si quieres - dijo Camila después de contarle toda la historia.
-  No, gracias - respondí- . Tengo que resolver esto. Debo enfrentarme a él y hablar. No creo que haya más oportunidades para nosotros. Pero debemos comportarnos como adultos.
-  Si algo va mal, puedes venir aquí.
-  Gracias. Quizás vendré esta tarde, pero después me iré a hablar con él.


Me quedé en la casa de Camila mucho tiempo. Bebimos dos botellas de vino. Hubo momentos en los que incluso sonreí. Intentaba ocultar a toda costa el miedo que sentía constantemente. Tenía miedo de regresar allí. No sabía qué encontraría. Sabía que mentía al hablar de un amigo que dormiría en nuestra cama. Estaba seguro de que solo quería provocarme aún más emociones. Para que al final, como siempre, yo lo disculpara por mis enfados hacia él. Para que pudiera gritarme. Para que todo terminara en un sexo rápido y otros días llenos de un amor hermoso pero falso.


Entré en el apartamento. Escuché al perro acercarse a la puerta cerrada de la habitación. No me quité los zapatos. No sabía qué esperar. Se escuchaban dos voces diferentes desde la habitación. Me acerqué a la puerta y presioné la manija. No se abría, aunque nunca había tenido cerradura. Puse la otra mano en la puerta y empujé.


-  No quieres entrar aquí - dijo Adrián desde el otro lado.
-  Quiero, necesito recoger algunas de mis cosas - respondí- . ¡Déjame entrar! ¡Este también es mi hogar! ¡Yo también pago por él!


Se apartó de la puerta. La abrí. Entré en la habitación oscura. A través de las persianas verdes apenas se filtraba la penumbra de las farolas de la calle. Por un momento, el perro se acercó y me lamió la mano. Al darse cuenta de que no jugaría con él, volvió a su lugar. Tenía curiosidad. Empecé a palpar la pared junto a la puerta.


-  Apaga esa luz - gruñó de repente Adrián.


En la cama vi a un chico delgado, de cabello corto. Estaba cubierto con la colcha y me miraba con ojos sin expresión. Sabía que en ese momento, esa cama ya no me pertenecía. Miré a Adrián. Esa sonrisa maliciosa y borracha que solo se manifestaba en la comisura izquierda de su boca. No dijo nada. Solo miraba con orgullo. Obedientemente apagué la luz y cerré la puerta. Fui a la cocina. Agarré un cuchillo. Sin pensarlo, me dirigí al baño. Me miré en el espejo. Comencé a llorar. Pensé que Adrián tenía razón. En esos momentos no hacía nada más que llorar. Me gustaba torturarme con más tragedias. Yo mismo me había causado todo esto y yo mismo tenía la culpa de todo.
 
Fin - pensé- . Es hora de acabar con esto. Ponerle fin a todo y dejar de sufrir. 
 
Abrí el grifo de agua caliente en el lavabo y metí las manos bajo el chorro. Escuchaba fijamente lo que sucedía alrededor de mí, todavía teniendo la esperanza de oír la puerta de la habitación. De que Adrián tocara la puerta del baño, de que me preguntará si todo está bien y que dijera otro de sus tantos “losientos”. Pero él no venía. No venía nadie para salvarme. Puse el cuchillo en mi muñeca. Estaba listo. 
 
En ese momento, sonó el teléfono en el bolsillo de mis pantalones.
 
-  ¿Sí? - susurré entre lágrimas.
 
-  ¿Qué sucede? - preguntó Camila- . ¿Dónde estás?
 
-  Estoy en casa. En el baño. Él está con alguien más - expliqué- . No puedo respirar. No sé qué hacer.
 
-  No creí que fuera capaz de eso. ¡Sal de ahí de inmediato! - dijo- . Ya voy por ti.
 
Colgó. Ese día me salvó la vida. Cerré el grifo y devolví el cuchillo a la cocina. Salí.


 
Tomás 

 


-  Hola, Tomás - le dije al nuevo amigo que había conocido.
 
-  Hola - respondió sonriéndome.
 
Era nuestra cuarta cita. Nos habíamos quedado para tomar una cerveza en un club. No era mi prototipo de chico, pero me gustaba hablar con él. Me hacía reír con sus historias. Apreciaba eso, ya que mi sonrisa rara vez aparecía. Estaba recuperándome. Dejé de vomitar. Estaba ganando peso. Sentía una paz creciente a pesar de las constantes llamadas y mensajes de texto de Adrián. Las reuniones con Tomás me ayudaban. Sabía que él quería algo más de mí, pero yo no me sentía listo para dárselo. No quería nada más que hablar. Me bastaban por completo esos encuentros casuales para tomar una cerveza, después de los cuales podía regresar a mi pequeño cuarto alquilado y dormir solo, abrazando mi almohada. Apreciaba la soledad. Me nutría de ella. Visitaba a Camila con frecuencia, casi todos los días. Necesitaba esos consejos que ella podía dar como nadie más. Y su sincera garantía de que todo iba a mejorar.
 
-  Tengo que decirte algo - interrumpió de repente Tomás- . No sé cómo empezar.
 
-  Simplemente dilo - sonreí- . Yo ya te he contado tanto. Ahora me gustaría escuchar algo sincero de ti.
 
-  Yo también estuve en tu sótano...


 
Marc

 
Conocí a Marc durante una de mis salidas con Tomás. Se conocían desde hace varios años. Tomás aceptó el hecho de que no habría nada más entre nosotros. Se lo dije después de que confesara que había estado con Adrián en mi sótano. Nunca volvimos a hablar del tema. Decidimos, sin embargo, mantener la amistad. Marc era guapo, aunque muy bajo. Tenía el pelo oscuro y el color de ojos que siempre me había gustado en los hombres. Después de varias horas de conversación, cuando fui al baño, él entró detrás de mí. Me abrazó por la cintura, me miró sonriendo y me dio un beso delicado. Nos besamos por un buen rato. Conversamos durante varias horas esa noche. Sentí una conexión agradable y un cálido bienestar en nuestras charlas. Me gustaba mucho cuando agarraba mi mano bajo la mesa. Después de varias horas de conversación, empecé a abrirme cada vez más.
 
-  ¿Puedo interrumpirte? - dijo de repente- . Tengo que decirte algo.
 
-  Sí, te escucho - lo miré a los ojos, sosteniendo su mano bajo la mesa.
 
-  Me gustas mucho - dijo sonriendo. Era esa sonrisa lo que más me gustaba de él. Me llenaba de positividad.
 
-  ¿Eso es todo lo que querías decirme? - pregunté.
 
-  No. Yo también estuve en tu sótano...
 
Solté su mano. Esa noche perdí su sonrisa.


 
 
Pedro


 
 
-  Hola, ¿cómo te lo estás pasando? - pregunté al chico sentado a mi lado.
 
Llevaba un rato observándome. Varias veces se había acercado a la pista de baile y elegido un lugar cerca de mí. Sonreía. Era guapo. Estábamos sentados juntos en el club, en taburetes junto a la pared, bebiendo nuestros tragos. De vez en cuando, rozaba su muslo contra el mío. Lo tomé como una señal. Era obvio que me estaba buscando y por eso me atreví a hablarle.
 
-  Como ves, genial - sonrió.
 
-  ¿Estás aquí solo? - pregunté.
 
-  No, con amigos - respondió sin dejar de sonreír.
 
Hablamos. Me contó sobre sí mismo, sobre cómo llegó aquí para estudiar y se quedó en esta ciudad. Sentía una simpatía creciente por él. Esa noche bailamos varias veces juntos, y luego siempre volvíamos a nuestros taburetes junto a la pared para continuar nuestra conversación tranquilamente.
 
-  ¿Estás aquí con tu novia? - pregunté con incertidumbre. - ¿Novio?
 
-  ¿Por qué haces preguntas a las que ya sabes la respuesta? - dijo, mirándome profundamente a los ojos y sonriendo aún más ampliamente.
 
Desde entonces nos veíamos casi todos los días. Me gustaba su compañía. Hablábamos mucho, paseábamos, nos acostábamos juntos en la cama, sin permitirnos ninguna intimidad. Quería eso, deseaba que pasara algo, aunque tenía mucho miedo de dar el primer paso.
 
-  Tengo que decirte algo - dijo de repente, acostado a mi lado.
 
-  ¿Qué pasa? - le animé, esperando que me hablara de sus crecientes sentimientos.
 
-  Yo también estuve en tu sótano...
 
-  No lo creo - sentí que las lágrimas llenaban mis ojos.
 
-  No es del todo así, no pasó nada - explicó- . Nos conocimos en un chat. Me envió la dirección de su casa y luego me llevó al sótano. Cuando vi ese lugar, le di las gracias y me fui.
 
-  Seguramente yo estaba esperando arriba en el apartamento con la cena - fue todo lo que pude responderle.


 
 
 
El niño


 
Tenía catorce años. 


Fue una de estas noches de fiestas absurdas en la casa de la madre. Esta vez no había tanta gente y la mesa tampoco estaba tan decorada. Bastaba con mucho vodka y unas patatillas para picar y pronto la gente se puso a bailar y reír alto. Esta vez el niño no acabó por debajo de la mesa. No había discusiones, nadie se pegaba y las paredes no sangraban. El adolescente se sentía feliz bailando con la amiga de la madre, Marta. 


- Bailas muy bien – dijo ella – Tu madre me dijo que estás tomando clases.
- Sí – contestó orgulloso – Ahora bailó el contemporáneo. Antes tomaba clases del baile de salón.
- Se nota. Lo haces muy bien – dijo la mujer dedicando al niño una bonita sonrisa.


Bailaron mucho juntos. Al avanzar la noche, las canciones rítmicas pasaron a las más lentas, con los bailes más vagos y cercanos. El pequeño observaba a la madre que bailaba con otro invitado de la fiesta. Este se fue cuando la noche avanzó y quedaron los tres. La madre, Marta y el niño. Veía como la madre, sentada en el sofá, tomaba un chupito tras otro, cada vez se le entendía menos cuando hablaba y su cuerpo se movía de un lado al otro de forma involuntaria.
En media hora, con la ayuda de Marta, el niño acostó a su madre en la cama, le quitó los zapatos y la tapó con una manta. La amiga empezó a preparar el sofá-cama del salón para acostarse. Era muy tarde para que volviera a su casa. 


- Duerme conmigo – dijo al niño con una voz muy baja cuando este apagaba las luces del salón.


Se quitó los pantalones, dejando solo la camiseta y calzoncillos. Se acercó a la cama y por poca luz que entraba desde la calle, vio como la mujer se movió a un lado, dejándole espacio. Acostado en la cama, sintió el agradable olor de su perfume. El mismo que sentía antes, mientras bailaba con ella. Cerró los ojos. Estaba cansado. Pasado un corto instante sintió como la mano de mujer se ponía en su pecho y cómo bajando le hacía unos masajes circulares con sus dedos. El niño empezó a sentir un calor desconocido en su cuerpo y el temor de no saber reaccionar a lo que estaba pasando. Marta se acercó a él y empezó a lamer su cuello. El joven giró la cabeza hacia ella y de repente sintió los labios acercándose a los suyos y la lengua que intentaba abrir su boca. La mano seguía bajando, encontrándose al borde de los calzoncillos del niño. El temor y el calor empezaron a voltear en su cabeza con más fuerza, mientras los dedos de la mujer rozaban el borde de su ropa interior, como si estuviesen esperando a una aprobación. No quería esto, pero a la vez no supo cómo reaccionar. Sentía como su cuerpo sube de temperatura cuando la mano, sin pedir permiso, entraron donde no había entrado nadie. Los dedos abarcaron su pene y sentía como empieza el movimiento que hacía él mismo, a sí mismo, durante estas tardes en las que estaba solo en casa. El niño no se movía, solo dejaba penetrar su boca y agarrar su miembro, esperando a que todo esto pare. Una sensación de excitación se mezclaba con el gran temor y la negación de su cuerpo. Recogiendo todas sus fuerzas movió su brazo y con su mano agarró la muñeca de Marta. La apartó de sus calzoncillos y se levantó de la cama. No se dijeron nada. El niño sentía las lágrimas que llenaron sus ojos. 
Esta noche el niño se escondió y durmió en el sótano…
 


El hombre


 
 
Llegué al lugar cinco minutos antes de la hora acordada. No me gustaba llegar tarde. A Camila tampoco. Llegó dos minutos después de mí.
 
-  ¿Cómo estás? ¿Entramos? - preguntó.
 
-  Detrás de ti - sonreí.
 
Él estaba allí, con su amiga. Se sorprendió al verme. Más aún al ver que yo no estaba solo. No había mucha gente esa noche. Era mi primera vez en ese lugar. Había oído que era donde los chicos gay de mi ciudad se reunían de manera informal. También supe que mi exnovio había sido un comensal habitual allí durante más de un año. Entonces decidí ir. Mostrarle lo que había perdido y poner fin a todos los mensajes que me había estado dejando durante las últimas semanas. Estaba cansado de todas sus súplicas, ruegos y, aún más, de sus amenazas y chantajes.
 
-  Hola, Adrián - dije en dirección a mi exnovio.
 
-  Hola - respondió sonriendo, como si los últimos años no hubieran existido.
 
Aunque nos sentamos con ellos en la mesa, esas fueron las últimas palabras que intercambié con él esa noche. No necesitaba más que acabar con esto y poder seguir sanándome. Vine aquí con una intención y debí cumplirla, aunque cueste. Mis ojos se dirigían hacia otra mesa. Allí encontré al chico más guapo de todo el bar. Me miraba sonriendo.
 
-  No lo conseguirás con él - escuché de repente la voz de Adrián.
 
Fue suficiente para darme confianza. No respondí. Le pregunté a Camila si estaría bien. Respondió afirmativamente. Me levanté y me acerqué a la mesa del desconocido. Sentía la mirada de Adrián y eso alimentaba mis intenciones. Después de veinte minutos de conversación, acompañé a Camila a un taxi, luego tomé otro taxi con mi nuevo conocido. Vi a Adrián salir del club. Llamó varias veces. Dejó varios mensajes.
 
“No lo hagas, por favor.”
 
“Quiero estar contigo. Todo se arreglará.”
 
“Vuelve inmediatamente.”
 
“Si lo haces, estarás acabado conmigo.”
 
“RECUERDA QUE SIEMPRE ESTARÁS LAMIENDO LO QUE YO DEJE.”
 
Llegamos al lugar. Entramos en su apartamento. Era pequeño y acogedor. Me besó, abrazándome fuerte. Sentí el calor agradable de su cuerpo, pero esto no tenía ningún significado para mí.
 
-  Tengo a alguien - dijo de repente, interrumpiendo el beso.
 
-  Me lo imaginaba - respondí en voz baja- . Todos tenéis a alguien, pero no todos informan de ello.
 
-  Debes recordar una cosa - me miró fijamente- . Lo que ocurra entre nosotros ahora, nunca pasó. ¿Entiendes?
 
-  Me parece bien - respondí- . Con tal de que respondas a una pregunta.
 
-  Dime.
 
-  ¿Alguna vez estuviste en mi sótano? - pregunté sin ningún rastro de expresión en mi rostro.
 
-  ¿Qué? - frunció el ceño mirándome como si fuera un idiota- . No entiendo.
 
-  No necesitas entender - dije en voz baja sonriendo- . Ya me has respondido.
 
Fue una noche agradable, aunque corta. No me sentí asqueado de mí mismo, ni tampoco particularmente satisfecho. Pero me sentí mejor. Ligero, libre. Sentí que había dejado atrás los demonios del pasado. Al mismo tiempo, sabía que no quería vivir mi vida como esa noche. Un acercamiento mecánico, sin emociones. Unos apasionantes besos sin más profundo sentimiento. No me arrepentí. Me levanté de la cama y lo miré. Seguía allí, disfrutando de la cercanía pasada. Salí agradeciéndole educadamente por la agradable velada. Tomé un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a mi parque favorito. Sabía que el banco estaba esperando el final de mi historia.
 
“No importa cuántas veces caiga... lo que importa es cuántas veces me levante” - repetí en mi mente las palabras que me había dicho una vez mi querido Ricky.
 
Saqué de mi cartera una foto mía con Adrián. Me senté y quemé la pequeña fotografía con un cigarrillo encendido. No sentía nada más que paz. No había orgullo en mí, pero tampoco arrepentimiento. En mi corazón, una nueva hoja limpia se estaba rellenando con un nuevo contenido. Nunca había sentido tan fuertemente como esa noche, la esperanza transmitida por mis actuaciones pasadas. Creía. Y esa conciencia me bastaba. Estaba cambiando. Lo sentía cada vez más claramente.
 
-  Te estoy pensando Ricky... - dije, mirando la foto que ardía. – Pensé en él. Mi amigo, mi ángel de la guardia. Pensé en su cara, en su sonrisa dibujada en una foto, en sus palabras de apoyo. En el zorro y el pequeño principito que lloró a mares tras la despedida. 
 
Pero eso ya es otro cuento…


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